LA
ESCRITURA primitiva se basa en signos que evocan ideas, como nuestras cifras,
que se leen en cualquier idioma conservando siempre el mismo significado. En
Extremo Oriente, la ideografía original se desarrolló por medio de la
adaptación de una serie de caracteres que se vinculan, cada uno por separado, a
un elemento del pensamiento. Esto hace posible que los asiáticos instruidos
puedan comprenderse por escrito, a pesar de que, cuando hablan idiomas diferentes,
no pueden entenderse con palabras.
Una
escritura como ésta no es práctica en la vida corriente, pero es innegable que
tiene muchas ventajas desde el punto de vista filosófico, pues obliga a pensar
haciendo abstracción de la palabra. Las palabras permiten hablar volublemente,
se pronuncian sin necesidad de que el espíritu se represente lo que expresan
los sonidos. Se ha dicho que la palabra le fue dada al hombre para que pudiera
disimular su pensamiento. Retengamos más bien el hecho de que el hombre habla
para evitar el pensamiento: hablamos mucho para no decir nada.
Estos
inconvenientes de la palabra no han pasado por alto a los pensadores serios,
que siempre se han negado a dejarse aturdir por el ruido de las palabras.
Persuadidos de que la meditación instruye al hombre en las cosas que más le
interesan, han fundado las Escuelas de Silencio. En ellas el discípulo no es
aleccionado; no recibe ninguna predicación: es puesto en presencia de sí mismo
y de los espectáculos puros. Es posible que las cosas, las imágenes y los
signos no le sugieran nada; espíritu perezoso, no se siente estimulado a
pensar. En ese caso, pierde su tiempo en la Escuela de la Sabiduría: no tiene
vocación, y es mejor que se instruya con pedagogos que le dirán qué debe
pensar.
Pero
supongamos que no es este el caso, y que al aspirante se le ocurren ideas ante
todo lo que ve. Esto será normal de parte de un espíritu activo, que tiende a
pensar por sí mismo. Esto nos lleva, pues, a la meditación, que debe ser
nutrida. ¿En qué debe meditar el aspirante?. Por lo pronto, en los actos en los
cuales le harán participar sus maestros. Estos le harán cumplir ritos significativos,
extraños y desconcertantes, precisamente para incitarlo a la reflexión.
¿Por qué ― se preguntará ― se me hace desempeñar un papel enigmático con el pretexto de iniciarme?. ¿En qué se me inicia?. En formalidades que ― lo sé ― son simbólicas. Heme aquí frente a símbolos cuyo significado debo descubrir.
¿Por qué ― se preguntará ― se me hace desempeñar un papel enigmático con el pretexto de iniciarme?. ¿En qué se me inicia?. En formalidades que ― lo sé ― son simbólicas. Heme aquí frente a símbolos cuyo significado debo descubrir.
Si
tal iniciación se realiza con un buen hombre, que no descubre la vuelta, la
ceremonia es formal e inoperante desde el punto de vista iniciático. Nadie es
iniciado en virtud de una ceremonia, ni por la asimilación de determinadas
doctrinas ignoradas por el vulgo. Cada uno se inicia a sí mismo, trabajando
espiritualmente para descifrar el gran enigma que nos plantea la objetividad.
Los
que hablan nos comunican sus propias ideas, interesantes de conocer desde el
punto de vista profano, pero que más vale ignorar a fin de ponerse en
condiciones de buscar independientemente la verdad.
Para
descubrir a ésta, tenemos que descender dentro de nosotros mismos, hasta el
fondo del pozo simbólico donde se oculta púdicamente, en su desnudez, la casta
divinidad del pensador. Pero el recogimiento en sí mismo no es más que un
ejercicio transitorio, no un fin. Después de entrar en sí hay que salir, hay
que elevarse por encima de las cosas para volver a ellas, estar dispuesto a
apreciarlas en lo que valen.
La
realidad vulgar de las apariencias es el manojo de imágenes que solicita la
perspicacia del iniciado. Para él todo es jeroglífico. La vida lo hace
intervenir como actor del espectáculo que ella misma proporciona. El actor se
interesa en la representación y quiere descifrar el sentido. Iniciarse en la
representación, para actuar mejor como artista que entiende las intenciones del
autor de la obra, ésa es la suprema regla de sabiduría para el que participa en
la divina comedia del mundo.
Pero
no todos los ritos son de iniciación: la atención del neófito se siente atraída
por símbolos, que son objetos materiales, tenidos por sagrados, o imágenes
veneradas, cuando no sencillos signos gráficos, figuras elementales de
geometría o dibujos sugestivos que se vinculan a ideas significativas para la
inteligencia del hombre.
En lo
que sigue no nos ocuparemos de los ritos iniciáticos, estudio que hemos hecho
al ocuparnos de los Misterios del arte regio. Tampoco trataremos aquí de los objetos
del culto, que muestran los hierofantes, ni siquiera de las imágenes
propiamente dichas, de las cuales nada es más revelador que las cartas del
tarot. Nuestro programa se limita al examen de los grafismos que favorecen la
formación del pensamiento y nos detendremos especialmente en el análisis de los
signos alquímicos, pues en ellos se muestra la clave del hermetismo, filosofía
muy alejada de las palabras y cuya comprensión está reservada a los iniciados
de verdad.
Tomado de:
Oswald Wirth, El Simbolismo Hermético y su relación con la Alquimia y la Francmasonería.
Oswald Wirth, El Simbolismo Hermético y su relación con la Alquimia y la Francmasonería.
La Ideografía
Alquímica: La Enseñanza Muda. 1910
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