La
laicidad según Paolo Flores D'Arcais.
Filósofo, periodista. Editor de la revista
italiana MicroMega.
La lectura completa de estas “tesis” -redactadas poco
después del atentado terrorista a Charlie Hebdo- probablemente no dejará
indiferente a casi nadie, al margen del nivel de coincidencia o no con las
mismas. Hemos expuesto primero los once enunciados o párrafos iniciales para
facilitar una visión general de estas “Once tesis sobre la laicidad” de Flores
d’Arcais.
1. La
laicidad se ha convertido en una cuestión de vida o muerte en sentido literal.
Constituye, y no por casualidad, la cuestión crucial de la democracia.
2. Ni
Dieu... Si la religión en la esfera pública es nada menos que un valor añadido,
… el «argumento Dios» debe tener plena legitimidad en la discusión política, en
los comicios electorales, en los debates televisivos.
3.
Dado que constituye su fundamento, su antecedente histórico, que es también su
presupuesto lógico, la laicidad es el criterio de orden superior y preliminar
de la solución de los problemas de la democracia.
4. Por
consiguiente. La religión es compatible con la democracia únicamente si está
dispuesta y acostumbrada a desterrar a Dios de las vicisitudes y de los
conflictos de la ciudadanía…
5. Una
religión compatible con la democracia tiene que aceptar que esta pueda ser
Sodoma y Gomorra.
6. En
realidad existe también una fe (una sola) que no es en absoluto tibia, una fe
apasionada, incluso exaltada y sin embargo compatible con la democracia…
7)
Pero, ¿quién decide cuál es la frontera entre la ofensa y la crítica? La ofensa
es un sentimiento peculiarmente subjetivo…
8)
Todas las religiones, y sin duda todos los monoteísmos, llevan en su seno la
tentación teocrática…
9. La
modernidad surge de la sinergia contingente de herejía+ciencia, pero la ciencia
ha demostrado ser asimilable y metabolizable por la fe, compatible con la
ausencia de laicidad.
10. La
coherencia del desencanto celebra su apoteosis en el «ni Dieu ni maître», como
hemos visto. Ni maître, pues.
11. La
laicidad es la coherencia de la libertad. La intransigencia de la libertad…
Once tesis sobre la laicidad
1. La
laicidad se ha convertido en una cuestión de vida o muerte en sentido literal.
Constituye, y no por casualidad, la cuestión crucial de la democracia. Aunque
lo habíamos olvidado, aunque habíamos considerado que la laicidad ya era algo
conquistado, hasta el extremo que incluso el pensamiento «laico» de prestigio
teorizaba su superación como sublimación (la indefectible Aufhebung hegeliana):
la sociedad post-secular. El pasado 7 de enero, el terrorismo islamista ha
devuelto a la realidad a las democracias: la matanza de la redacción de la
revista Charlie Hebdo es una declaración de guerra a la libertad de expresión,
a la laicidad, al desencanto, a la modernidad, es decir a las estratificaciones
lógicas e históricas cada vez más lejanas y más profundas que constituyen los
cimientos de la democracia. Que esa progresión de los cimientos era lo que
estaba en juego fue algo que había entendido bien la pasión ilustrada y
republicana de las masas de París y de toda Francia, y que expresó con la mayor
manifestación callejera registrada desde los heroicos tiempos de la Liberación.
La emoción popular de una forma más significativa si fue inconscientemente
representó el máximo de lucidez y de comprensión racional del acontecimiento:
los terroristas quisieron apuntar contra el corazón de las libertades
«occidentales» en tanto que libertades a secas: la coherencia del desencanto.
Un choque de civilizaciones que no contrapone entre sí el islam y el mundo
judeocristiano, sino que divide y enfrenta dentro de ambos mundos, y de
cualquier otra constelación-cultural-geopolítica. En efecto, no se trata de una
guerra santa entre religiones, sino de la guerra de lo Sagrado contra el autos
nomos, el «darse la ley a uno mismo», la soberanía del Homo Sapiens sobre sí
mismo, que viene a sustituir en este mundo al heteros nomos, a la soberanía de
Dios, como fuente de legitimidad a la hora de dictar los ordenamientos, los
valores, los derechos y deberes de cada cual. Lo sagrado vs. el desencanto. Una
guerra que divide al laico intransigente del laico acomodaticio, mucho más que
al creyente del no creyente, y que pone de manifiesto los dos grandes
«partidos» históricos que recorren Occidente, el de la coherencia o el de la
hipocresía respecto al desencanto y a su lógica. La laicidad es un corolario
del desencanto, y la libertad hasta la burla de cualquier tipo de poder es el
corolario de ambos, el pleno desarrollo del autos nomos, cuya culminación es
por consiguiente el corolario libertario (y libertino) que proclama: Ni Dieu ni
Maître…
2. Ni
Dieu... Si la religión en la esfera pública es nada menos que un valor añadido,
como lleva repitiendo Habermas desde hace años en un crescendo, el «argumento
Dios» debe tener plena legitimidad en la discusión política, en los comicios
electorales, en los debates televisivos. Por consiguiente, ese mismo argumento
tiene pleno derecho para resonar en los hemiciclos parlamentarios a modo de
motivación para promover, aprobar o rechazar un proyecto de ley. Sería
paradójico e incoherente que una justificación válida para decidir, en el
dia-logos entre ciudadanos, a quién elegir como representante de la soberanía
de cada uno, posteriormente quedara desterrada del debate con el que los
«diputados» de esa misma soberanía llegan a decretar la ley. Sin embargo, si la
voluntad de Dios constituye una buena razón democrática para instituir unas
medidas normativas vinculantes para todos los ciudadanos, a mayor razón valdrá
como motivo que invocar en las salas de los tribunales y en sus respectivas
sentencias, con las que la norma general y abstracta se aplica a los detalles
concretos de cada caso en particular. ¿Pero es que hay alguien, que se proclame
laico (y da igual con qué adjetivos limitativos), que esté dispuesto a admitir
que se condene o se absuelva a un imputado porque «Dios quiere»? Las
pretensiones teocráticas quedarían perfectamente satisfechas si así fuera. La
esfera pública es una e indivisible, también y precisamente por la riqueza y la
pluralidad de sus articulaciones, que hacen de ella una complejidad circular de
ámbitos comunicantes. Si el nomos de Dios es admisible en uno de esos ámbitos,
no puede quedar excluido de los demás. Por ello, la alternativa es drástica. O
el destierro de Dios de la totalidad de la esfera pública, o la irrupción de Su
voluntad soberana dictada -como sharía o descifrado por cualquier otro medio-
en todas las fibras de la vida asociada. Aut aut. Cualquier «apertura» de la
laicidad que provoque fisuras y grietas en el rigor de su lógica constituye un
«caballo de Troya» de las pulsiones teocráticas de colonización de la
existencia colectiva. Justamente por eso es inherente a la democracia el
ostracismo de Dios, de su palabra y de sus símbolos, de todo lugar donde el
protagonista sea el ciudadano: incluida la enseñanza, mejor dicho, ante todo en
la enseñanza, dado que es el ámbito de su formación. Al fiel le siguen quedando
las iglesias, las mezquitas, sinagogas, y la esfera privada «in interiore
homine».
3.
Dado que constituye su fundamento, su antecedente histórico, que es también su
presupuesto lógico, la laicidad es el criterio de orden superior y preliminar
de la solución de los problemas de la democracia. El eslabón crucial del
despliegue, hasta su cumplimiento, del autos-nomos en desarrollo por filiación:
desencanto >laicidad >soberanía de todos y de cada uno. Esa es la verdad.
El «darse la ley por uno mismo», en vez de obedecer a la ley eterna de Dios,
que hace del Homo sapiens el creador y señor de la norma, posee una lógica
incontenible. Una vez asumida, es decir des-encadenada de los cepos del heteros
divino, tiene que encarnarse progresivamente en las sucesivas conquistas
históricas de universalización del autos humano: desde la laicidad de «etsi
Deus non daretur» [como si Dios no existiese] para los soberanos, que para los
súbditos suena «cuius regio, eius religio» [la religión del reino es la misma
que la de su rey], pasando por la soberanía compartida con unos parlamentos
representativos censitarios, posteriormente por la «liberté» indisolublemente
ligada a la «égalité» y la «fraternité» del primer sufragio «universal», hasta
su implementación con el derecho al voto de las mujeres. O bien retroceder y
desvanecerse en la restauración de la heteronomía de lo Sagrado. Hasta las
heces, eventualmente: hasta la teocracia. Pero ¿qué heteros, si el Único Dios
se ha vuelto plural? Desde que los monoteísmos suplantaron a los tolerantes
panteones «paganos», hibridables e intercambiables, la voluntad de Dios, para
funcionar como regulador social, tiene que ser Una. El Nomos al que se debe
obediencia, para ser reconocido por todos como fuente tranquilizadora de
sentido y de seguridad, tiene que ser incontrovertible, y por tanto,
necesariamente Uno. La herejía, si no se erradica con la hoguera y logra
consolidarse como interpretación alternativa, lo mina irremediablemente. Lo
Otro y lo Alto, si no permanece Uno, si queda definitivamente escindido,
deviene polemos, entregado a una ordalía interminable. Pero el juicio de Dios
solo es visible como veredicto del campo de batalla. Así pues, para no destruir
con las guerras de religión las sociedades que tiene que gobernar, la soberanía
del Nomos divino debe ser neutralizada. El instinto de supervivencia obligó a
la Europa de los soberanos a aceptar la impía invasión de la laicidad, que por
fin verá cómo los bárbaros el Tercer Estado y los sans-culottes se apoderan de
la soberanía cortándole la cabeza a los Soberanos. Una vez que se instituye la
esfera pública de forma democrática, volver a legitimar a Dios dentro de ella
significa inocularle el virus por el que el recorrido en dirección inversa se
hace inminente y acechante, hasta la guerra civil de religión, potencial y
permanente.
4. Por
consiguiente. La religión es compatible con la democracia únicamente si está
dispuesta y acostumbrada a desterrar a Dios de las vicisitudes y de los
conflictos de la ciudadanía, únicamente si está preparada para cumplir el
primer mandamiento de la soberanía republicana: no pronunciar el nombre de Dios
en lugares públicos. La religión es compatible con la democracia únicamente si
está domesticada, es decir, conversa a la autonomía absoluta de la norma civil
respecto a la ley religiosa. Únicamente si está convencida de que la sanción
espiritual del pecado no puede pretender que el brazo secular acuda en su ayuda
para convertirlo en delito. Además, la religión tiene que aceptar la libertad
del pecado como derecho de cualquier ciudadano: el pecado mortal garantizado y
protegido por la ley, si eso es lo que ha decidido la soberanía del autos
nomos. Aceptar e interiorizar. Así pues, las religiones compatibles con la
democracia son religiones dóciles, que han renunciado a cualquier tipo de fe
militante (de sharías y mártires, o de legionarios de Cristo y otras comuniones
y liberaciones) que pretenda imponer al siglo la moral religiosa. Son religiones
sometidas, que han interiorizado la inferioridad de la «ley de Dios» respecto a
la voluntad soberana de los hombres en este mundo. Son religiones re-formadas,
porque habitúan a los fieles a una vida serenamente dividida entre el
ordenamiento de la salvación y el ordenamiento de la convivencia, entre la
obediencia personal a los mandamientos divinos y la obligada promoción de la
libertad de transgredirlos de los demás. La venerada fórmula «dad a César lo
que es de César y a Dios lo que es de Dios» es totalmente inservible, porque no
delimita la frontera entre los dos ámbitos. ¿Quién decide lo que es de Dios o
de César: Dios o César? Sin embargo, en cuanto el autos nomos de todos y cada
uno se convierte en el «César», ya no puede tolerarse la mínima ambigüedad: la
soberanía democrática es la única soberana, e instituye la libertad religiosa
como libertad de culto y de conciencia, a condición de que no interfiera con
las libertades republicanas, a condición de que los creyentes asuman como deber
cívico propio e irrenunciable el «muro de separación entre política y fe.
5. Una
religión compatible con la democracia tiene que aceptar que esta pueda ser
Sodoma y Gomorra. Es más, tiene que interiorizar, como virtud cívica a la que
el creyente no le está dado sustraerse, el alegre despliegue del pecado en el
mundo, que para la fe es contra natura, o el doloroso recurso al pecado que
arrebata a Dios el monopolio sobre la vida y la muerte. Y muchas otras
abominaciones, como florecimiento de las libertades plurales de los ciudadanos
soberanos. Un resultado totalmente imprevisto cuando se teoriza y se instaura
la laicidad, pero indiscutible consecuencia del principio. Cuando Roger
Williams funda en 1636 la colonia de Providence y posteriormente Rhode Island,
para que allí puedan convivir unos cristianos que en el viejo mundo se
degollaban entre ellos, junto a los nativos animistas e idólatras, a los
judíos, que durante siglos habían sido «deicidas», e incluso junto a los
agnósticos y los ateos, todos ellos con plena libertad de conciencia en una
inaudita separación de autoridades civiles y religiosas; cuando Thomas
Jefferson, autor de la «Declaración de Independencia» y tercer presidente de
Estados Unidos, esculpe la fórmula del muro de separación, nadie se imagina que
las conciencias de los individuos, a la que ahora se encomienda la creación de
la norma, puedan desear una moral sexual diferente de la de un «buen padre de
familia». En cambio, hoy en día el relativismo moral es el corolario ineludible
de la libertad de conciencia. El Homo sapiens es irreversiblemente («imperante
laicitate») dueño y señor del mundo de la norma. El nacimiento, la sexualidad,
la muerte, los momentos cruciales y los aspectos fundamentales de la
existencia, se sustraen incluso al último disfraz del hetros nomos, la «moral
natural». Que todavía sigue esgrimiéndose como arma ideológica para imponer la
propia ética a los demás, pero que en la igualdad de los ciudadanos soberanos
se desmorona definitivamente. La igualdad democrática implica plena libertad de
elección de cada cual respecto al nacimiento, la sexualidad y la muerte,
siempre y cuando no suponga atropello de una idéntica libertad ajena. Así pues,
para seguir siendo compatible con la democracia, la religión debe renunciar a
utilizar la leyenda de la «moral natural» (o el embuste de que un feto ya es
«persona» desde la concepción), para oponerse al derecho de un ciudadano a la
eutanasia, a los anticonceptivos, al aborto (durante los primeros seis meses de
embarazo), por no hablar de la fornicación, el matrimonio entre personas del
mismo sexo, la promiscuidad sexual de acuerdo con todos los gustos y
preferencias.
6. En
realidad existe también una fe (una sola) que no es en absoluto tibia, una fe
apasionada, incluso exaltada y sin embargo compatible con la democracia: la que
considera un deber para con Dios respetar la libertad de los hombres hasta el
pecado mortal y la impiedad, dado que tan solo el Todopoderoso puede decidir
quiénes son los llamados y los elegidos. Henchido de esa fe, Roger Williams, un
pastor puritano que no tolera ninguna iglesia como jerarquía o como poder que
no sea exclusivamente espiritual, se convierte en el pionero y el apóstol de la
laicidad en el Nuevo Mundo. De la decisión política como ateísmo práctico.
Igual, si parva licet..., que los escasísimos católicos italianos que invitaron
a votar no en los referendos con los que los papas y sus lacayos parlamentarios
querían derogar las leyes que instituían el divorcio y consentían el aborto.
Pero, ¿cuántas son las religiones existentes (no las conciencias religiosas
laicas individuales de elevados, y por consiguiente laicos, sentimientos) que
están dispuestas a interiorizar los límites, las obligaciones y la
espiritualidad que el autos nomos impone al universo de lo sagrado para que no
agreda a las libertades democráticas? La libertad de religión que garantiza la
democracia es tan solo un subconjunto de la libertad de conciencia y de
opinión, y por consiguiente es también libertad respecto a la religión,
libertad de crítica de la religión, de burla de sus dogmas en tanto que
supersticiones, de sus profetas y santos en tanto que impostores, de sus
celebrantes en tanto que fanáticos y/o sepulcros blanqueados. En otras
palabras, e inequívocamente: la libertad de religión es, también y siempre,
libertad de ofensa a la religión. Eso es exactamente lo que rechaza y combate
la «laicidad» abierta o positiva. Que, detrás de su seductora adjetivación
diluye y lesiona la laicidad a secas, al trocar la coherencia del autos nomos y
del desencanto por el reconocimiento público de las religiones, haciendo pasar
como deber cívico el respeto a todas las afirmaciones, interpretaciones y
lecturas de lo Sagrado: revanchismo del heteros nomos. Resultado: los
cristianismos y los judaísmos que, a la fuerza o por auténtica evolución, se
habían plegado a, o habían madurado la lealtad cívica de la laicidad, están
engendrando, a modo de mímesis y emulación de las comunidades islámicas y de
sus éxitos ante las soberanías democráticas proclives a lo políticamente
correcto, movimientos militantes de ocupación de la sociedad civil y de
reconquista de la esfera pública. Y, como puesto avanzado del asentamiento, el
reconocimiento de lo Sagrado bajo la forma de castigo y prohibición de la
ofensa a cualquier religión. Eso es exactamente lo que rechaza y combate la
«laicidad» abierta o positiva. Que, detrás de su seductora adjetivación diluye
y lesiona la laicidad a secas, al trocar la coherencia del autos nomos y del
desencanto por el reconocimiento público de las religiones, haciendo pasar como
deber cívico el respeto a todas las afirmaciones, interpretaciones y lecturas
de lo Sagrado: revanchismo del heteros nomos. Resultado: los cristianismos y
los judaísmos que, a la fuerza o por auténtica evolución, se habían plegado a,
o habían madurado la lealtad cívica de la laicidad, están engendrando, a modo
de mímesis y emulación de las comunidades islámicas y de sus éxitos ante las
soberanías democráticas proclives a lo políticamente correcto, movimientos
militantes de ocupación de la sociedad civil y de reconquista de la esfera
pública. Y, como puesto avanzado del sentamiento, el reconocimiento de lo
Sagrado bajo la forma de castigo y prohibición de la ofensa a cualquier
religión.
7)
Pero, ¿quién decide cuál es la frontera entre la ofensa y la crítica? La ofensa
es un sentimiento peculiarmente subjetivo, tanto más resentida cuando más
hipertrófico es el ego del creyente, su sensibilidad terrenal, su narcisismo
por identificación con el grupo. Pero hay que tener cuidado: la prohibición de
ofender a las religiones deja la libertad de crítica a merced del
fundamentalista, le legitima como juez civil de la censura, dado que no existe
una medida «objetiva» que pueda marginar su «sentir» hacia la impiedad por
considerarlo excesivo o patológico. Por lo demás, los creyentes «moderados» (de
todos los monoteísmos) no se distinguen de los fundamentalistas en lo que
respecta al resentimiento contra la blasfemia y la burla, sino sobre todo, y
casi exclusivamente, en lo que respecta a la magnitud de la sanción que
consideran justificada: el puñetazo del papa Bergoglio en vez de la ráfaga de
metralleta de la rue Nicolas Appert. Sin embargo, una vez canonizada la ofensa
y por consiguiente la susceptibilidad subjetiva que la percibe como criterio
para definir la falta, esa misma susceptibilidad se convierte en juez a la hora
de determinar la pena. Porque el ultraje a Dios o a su Profeta, o a la Virgen,
o a la Segunda, y sobre todo a la Tercera Persona de la Trinidad (en efecto, el
pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable, Marcos, 3, 28-29) es
incomparablemente más grave que cualquier delito contra ese ínfimo ser
comparado con Dios (o con la Virgen o con el Profeta) que es el espécimen
corriente de Homo sapiens que somos todos. A menos que nos tomemos en serio la
definición de Dios, Clemente y Misericordioso, infinitamente bueno y ante todo
Omnipotente, y por consiguiente inalcanzable para el hombre al ser incomparable
en su finitud, y en que ciertamente tampoco puede hacer mella ese acto tan insignificante,
comparado con Su infinita Majestad, que sería cualquier ofensa humana,
demasiado humana. Un ateísmo práctico del que es capaz algún que otro místico o
epígono de Roger Williams, no las religiones realmente existentes, voluptuosas
de reconocimiento terrenal. Únicamente el ateísmo es la coherencia de la
laicidad generada por el desencanto. El ateísmo de masas, por lo menos como
ateísmo práctico del ciudadano cuando es ciudadano, que tan solo unos pocos
fieles saben conciliar de verdad con la fe por su Dios de salvación. Por lo
demás, el ateo es ultrajado en su sensibilidad ilustrada y crítica por cada
acto y cada palabra de las supersticiones religiosas, y sin embargo acepta la
ofensa cotidiana serenamente, como inevitable tributo a la libertad.
8)
Todas las religiones, y sin duda todos los monoteísmos, llevan en su seno la
tentación teocrática y la reserva mental hacia el autos nomos que inaugura la
modernidad y la secuencia laicidad > soberanía> democracia que generó.
Pero, hoy en día, el islam de una forma especial. Hace casi mil años tenía a
sus teólogos y a sus filósofos mucho más adelantados por «racionalidad crítica»
que los europeos, y después se quedó parado. No tuvo su Reforma, ni el efecto
colateral de imprevista heterogénesis de los fines por el que la religión acaba
renunciando a la teocracia. No acepta la división secular entre el poder civil
y la ley religiosa, puede tolerar eventualmente los nichos de otros monoteísmos
en sus territorios, pero no la libertad religiosa, habida cuenta del papel
central del concepto de apostasía, castigado con la muerte, para quien abandone
la fe de Alá. Su Libro no fue inspirado por Dios, sino dictado por Él al
Profeta, palabra por palabra, y por consiguiente ajeno a la hermenéutica de lo
alegórico: muerte quiere decir muerte, lapidación, lapidación. La distinción
occidental entre islam fundamentalista e islam moderado es insensata cuando se
refiere a los regímenes y los gobiernos, puesto que «moderado» por antonomasia
es el reino saudí, donde la sharía se aplica con unas coreografías públicas de
una espeluznante ferocidad. No todo el islam es fundamentalista, huelga
decirlo, no todo el islam es fanático, faltaría más. Pero hasta ahora, el islam
dispuesto a reconocer la libertad religiosa, de la que la burla religiosa es un
aspecto irrenunciable (por otra parte las religiones por definición se tachan
mutuamente de «falsas y mentirosas») sigue siendo un episodio de individuos
aislados, perseguidos en su patria, nunca hegemónicos en la emigración, es más,
cada vez más ignorados o repudiados. Hasta el extremo que la teocracia
edulcorada de Tariq Ramadan pasa por ser un islamismo «abierto». Así pues, es
tarea de los fieles del Profeta consolidar y hacer hegemónico un islam
reformado, hoy prácticamente inexistente. Empezando por centrarse en la capa de
ambigüedad de ese islam que no deja de salmodiar un sincero no al terrorismo,
pero desde una machacona intolerancia hacia quienes insultan a su Fe y a su
Profeta. Y es tarea del Occidente que se dice laico no brindar apoyo a tales
aberraciones, concediendo por el contario todo tipo de espacios, voces y
recursos al islam minoritario dispuesto a la modernidad democrática.
9. La
modernidad surge de la sinergia contingente de herejía+ciencia, pero la ciencia
(que hoy ya no está dando sus primeros pasos) ha demostrado ser asimilable y
metabolizable por la fe, compatible con la ausencia de laicidad. En el
fundamentalismo jomeinista, el chador convive con el chip electrónico, en el
fundamentalismo terrorista con los explosivos de última generación y el
sabotaje de los hackers en Internet. La herejía, no. La herejía, una vez puesta
en libertad, rompe la rotunda unidad de una comunidad de fe, legitima la
disensión hasta el disidente individual, y por ello muta en libertad de
conciencia, de opinión, de organización, en reivindicación incontenible de
soberanía igual. La pretensión de respeto por la religión de uno, con su
corolario de reconocimiento público para toda comunidad que sea su vehículo,
niega al individuo justamente en su derecho a la herejía, a la apostasía, a la
existencia singular, lo encadena a la pertenencia de fe-y-sangre, lo reduce a
función de la comunidad. Quien exige respeto por lo Sagrado impone al mismo
tiempo, tanto si es consciente de ello como si no, el respeto por la comunidad
de los creyentes donde el nomos de la fe y las jerarquías forman un todo, que
por consiguiente el individuo tendrá que respetar, reproducir, fortalecer. En
perjuicio y humillación del cuerpo y del espíritu de la mujer, siempre y de
cualquier forma. El Occidente que en Londres legitima los tribunales de la
sharía para dirimir conflictos matrimoniales, familiares, de herencias, o que
en Berlín autoriza la exención de las chicas de las asignaturas de biología y
de gimnasia, y que en todas las metrópolis del viejo y del nuevo mundo finge
desconocer la práctica de los matrimonios forzosos por cientos de miles,
pisotea las libertades más elementales que desde hace siglos ha venido
proclamando como imprescriptibles, e inviolables incluso por la mayoría más
aplastante, pero que ahora se arrojan a merced de las minorías patriarcales.
Una forma de racismo. El respeto al que está obligada la democracia, y que, es
más, constituye su fundamento, tiene que ver con las libertades de todos y cada
uno, incluida la crítica vivida como burla, no la «libertad» de unas
comunidades que pueden suponer la anulación y la aniquilación de las primeras.
La ciudadanía igual es la única identidad que debe tutelar la democracia como
elemento imprescindible. Impidiendo, mediante la educación para la laicidad,
que no solo la violencia sino también la presión social y la manipulación
psicológica perpetúen la sumisión al conformismo patriarcal.
10. La
coherencia del desencanto celebra su apoteosis en el «ni Dieu ni maître», como
hemos visto. Ni maître, pues. Para que todo el mundo viva la ciudadanía como su
propia identidad, para que el ciudadano no sienta que le apremia la necesidad
de una identidad vicaria, es preciso que la democracia cumpla todo lo
prometido: la soberanía igual, el poder igual de todos y cada uno. Que por lo
menos se vaya aproximando a ella, asintóticamente, como alma y brújula
irrenunciable de su vivencia cotidiana, de su crónica política. Ese poder igual
será delegado en su ejercicio legislativo y ejecutivo, pero la soberanía
simétrica que «se representa» en el Parlamento no puede convertirse en un
espejismo y degenerar en una farsa sin que se desencadene la pulsión de
comunidad, que en el Uno de la obediencia y de la exaltación (desde el Fondo
Sur de un estadio a la umma) suplante la fraternité prometida y sustraída por
una democracia traicionada. «Liberté, égalité, fraternité» constituyen una
hendíatris, el enlace indisoluble de valores donde cada elemento se interpreta
vinculado al posterior, y no hay libertad en conflicto con la igualdad, y donde
no hay igualdad en conflicto con la fraternidad, y mucho menos separación de
las tres sin que se ponga en peligro la democracia misma. En la terminología de
Jefferson en la Declaración de Independencia, se llamará el «derecho a la
búsqueda de la felicidad», para todos. Solo se puede luchar contra la deriva
comunitaria/identitaria, caldo de cultivo de todo tipo de revanchas de fe, de
sangre y de tierra, de las que el terrorismo, «in partibus infidelium» es la
versión carnicera pero lógica, haciendo realidad la democracia, aumentando
incansablemente, para todos, la libertad, la igualdad y la fraternidad: poder
igual. Lo contrario de lo que ocurre en las democracias que existe n en la
realidad. Que después de los meses de pasión del maquis y de la Resistencia, y
la bocanada de aire fresco de mayo del '68, tan solo conocen stablishments que
lobotomizan la soberanía, desbocan la soberbia de la desigualdad, pisotean la
fraternidad en la idolatría liberal y en la apoteosis de los juegos de azar
financieros. La libertad es también libertad material. El «muro de separación»
de la laicidad no es un formalismo procedimental, sino ethos del autos nomos en
su esencia igualitaria, además de en su esencia libertaria. Emancipación social
permanente.
11. La
laicidad es la coherencia de la libertad. La intransigencia de la libertad. El
extremismo de la libertad. Pero la libertad, por naturaleza, no es ilimitada.
En efecto, ab-soluta solo es la libertad de quien en los demás posee súbditos
(o «ama» criaturas), no a sus iguales. La libertad ab-soluta es por definición
únicamente la de Dios, y la de su Ungido en la tierra. La libertad igual
encuentra por definición su límite en la igual libertad de todos los demás. El
racismo niega la precondición más elemental de la libertad igual, incluso
impide que sea concebible algo como la «dignidad humana», ve en el otro, de
rasgos escogidos arbitrariamente (por nuestro ADN somos todos infinitamente
mestizos, y la humanidad más «pura», es decir originaria, proviene de África),
un instrumentum vocale, materia a la que esclavizar. La «libertad de racismo»
es la activación culpable de un bacilo de deshumanización, el cultivo in vitro
de un virus pestilente, su dispersión masiva. El logos racista es un virus que
apunta directamente contra las libertades. No constituye libertad de opinión,
sino un criminal juego de contagio contra la libertad. Pero no se debe jugar
con las palabras. El antisemitismo es racismo, el antijudaísmo y el
anticristianismo, si no hacen amalgama con presunciones de razas, siguen siendo
críticas más que legítimas a las religiones (y por consiguiente, la islamofobia
no es racismo, exactamente igual que la papistofobia de los roundheads de
Cromwell), el antisionismo es oposición a una ideología política. Los fascismos
también significaron la supresión sistemática de libertades en consonancia con
su doctrina, su ideología sus valores, y por consiguiente la nostalgia, la
apología, la propaganda, la reorganización de los mismos no pueden formar parte
de la constelación de las libertades: sería masoquismo de la democracia crear
las condiciones que hagan necesario una vez más (una vez de más) «sortir de la
paille les fusils, la mitraille les grenades», correr el riesgo de cárcel y tortura,
sacrificar la vida, para derrotar a una peste negra ya derrotada. El racismo y
los fascismos, las únicas limitaciones de la «libertad» que exige la libertad.
Para todo lo demás, basta con unas leyes que protejan de la difamación (a los
individuos, y por unos hechos concretos que tienen que ser de una gravedad
puntual y perfectamente detallada) y persigan la instigación a delinquir
(también en ese caso con una circunspecta limitación a los casos gravísimos y
directos). La laicidad es una cuestión de vida y muerte para la democracia. Y
para ambas cosas ya es cuestión de supervivencia un inaplazable crescendo de
poder igual, político y material.
Fuente: http://www.masoneria-liberal.com/2015/11/once-tesis-sobre-la-laicidad.html
La laicidad según Paolo
Flores D'Arcais
Filósofo, periodista. Editor de la revista italiana MicroMega
La lectura completa de estas “tesis” -redactadas poco después del
atentado terrorista a Charlie Hebdo- probablemente no dejará indiferente
a casi nadie, al margen del nivel de coincidencia o no con las mismas.
Hemos expuesto primero los once enunciados o párrafos iniciales para
facilitar una visión general de estas “Once tesis sobre la laicidad” de
Flores d’Arcais.
1. La laicidad se ha convertido en una cuestión de vida o muerte en
sentido literal. Constituye, y no por casualidad, la cuestión crucial de
la democracia.
2. Ni Dieu... Si la religión en la esfera pública es nada menos que un
valor añadido, … el «argumento Dios» debe tener plena legitimidad en la
discusión política, en los comicios electorales, en los debates
televisivos.
3. Dado que constituye su fundamento, su antecedente histórico, que es
también su presupuesto lógico, la laicidad es el criterio de orden
superior y preliminar de la solución de los problemas de la democracia.
4. Por consiguiente. La religión es compatible con la democracia
únicamente si está dispuesta y acostumbrada a desterrar a Dios de las
vicisitudes y de los conflictos de la ciudadanía…
5. Una religión compatible con la democracia tiene que aceptar que esta
pueda ser Sodoma y Gomorra.
6. En realidad existe también una fe (una sola) que no es en absoluto
tibia, una fe apasionada, incluso exaltada y sin embargo compatible con
la democracia…
7) Pero, ¿quién decide cuál es la frontera entre la ofensa y la crítica?
La ofensa es un sentimiento peculiarmente subjetivo…
8) Todas las religiones, y sin duda todos los monoteísmos, llevan en su
seno la tentación teocrática…
9. La modernidad surge de la sinergia contingente de herejía+ciencia,
pero la ciencia ha demostrado ser asimilable y metabolizable por la fe,
compatible con la ausencia de laicidad.
10. La coherencia del desencanto celebra su apoteosis en el «ni Dieu ni
maître», como hemos visto. Ni maître, pues.
11. La laicidad es la coherencia de la libertad. La intransigencia de la
libertad…
Once tesis sobre la laicidad
1. La laicidad se ha convertido en una cuestión de vida o muerte en
sentido literal. Constituye, y no por casualidad, la cuestión crucial de
la democracia. Aunque lo habíamos olvidado, aunque habíamos considerado
que la laicidad ya era algo conquistado, hasta el extremo que incluso
el pensamiento «laico» de prestigio teorizaba su superación como
sublimación (la indefectible Aufhebung hegeliana): la sociedad
post-secular.
El pasado 7 de enero, el terrorismo islamista ha devuelto a la realidad a
las democracias: la matanza de la redacción de la revista Charlie Hebdo
es una declaración de guerra a la libertad de expresión, a la laicidad,
al desencanto, a la modernidad, es decir a las estratificaciones
lógicas e históricas cada vez más lejanas y más profundas que
constituyen los cimientos de la democracia.
Que esa progresión de los cimientos era lo que estaba en juego fue algo
que había entendido bien la pasión ilustrada y republicana de las masas
de París y de toda Francia, y que expresó con la mayor manifestación
callejera registrada desde los heroicos tiempos de la Liberación. La
emoción popular de una forma más significativa si fue inconscientemente
representó el máximo de lucidez y de comprensión racional del
acontecimiento: los terroristas quisieron apuntar contra el corazón de
las libertades «occidentales» en tanto que libertades a secas: la
coherencia del desencanto.
Un choque de civilizaciones que no contrapone entre sí el islam y el
mundo judeocristiano, sino que divide y enfrenta dentro de ambos mundos,
y de cualquier otra constelación-cultural-geopolítica. En efecto, no se
trata de una guerra santa entre religiones, sino de la guerra de lo
Sagrado contra el autos nomos, el «darse la ley a uno mismo», la
soberanía del Homo Sapiens sobre sí mismo, que viene a sustituir en este
mundo al heteros nomos, a la soberanía de Dios, como fuente de
legitimidad a la hora de dictar los ordenamientos, los valores, los
derechos y deberes de cada cual.
Lo sagrado vs. el desencanto. Una guerra que divide al laico
intransigente del laico acomodaticio, mucho más que al creyente del no
creyente, y que pone de manifiesto los dos grandes «partidos» históricos
que recorren Occidente, el de la coherencia o el de la hipocresía
respecto al desencanto y a su lógica.
La laicidad es un corolario del desencanto, y la libertad hasta la burla
de cualquier tipo de poder es el corolario de ambos, el pleno
desarrollo del autos nomos, cuya culminación es por consiguiente el
corolario libertario (y libertino) que proclama: Ni Dieu ni Maître…
2. Ni Dieu... Si la religión en la esfera pública es nada menos que un
valor añadido, como lleva repitiendo Habermas desde hace años en un
crescendo, el «argumento Dios» debe tener plena legitimidad en la
discusión política, en los comicios electorales, en los debates
televisivos. Por consiguiente, ese mismo argumento tiene pleno derecho
para resonar en los hemiciclos parlamentarios a modo de motivación para
promover, aprobar o rechazar un proyecto de ley. Sería paradójico e
incoherente que una justificación válida para decidir, en el dia-logos
entre ciudadanos, a quién elegir como representante de la soberanía de
cada uno, posteriormente quedara desterrada del debate con el que los
«diputados» de esa misma soberanía llegan a decretar la ley. Sin
embargo, si la voluntad de Dios constituye una buena razón democrática
para instituir unas medidas normativas vinculantes para todos los
ciudadanos, a mayor razón valdrá como motivo que invocar en las salas de
los tribunales y en sus respectivas sentencias, con las que la norma
general y abstracta se aplica a los detalles concretos de cada caso en
particular.
¿Pero es que hay alguien, que se proclame laico (y da igual con qué
adjetivos limitativos), que esté dispuesto a admitir que se condene o se
absuelva a un imputado porque «Dios quiere»? Las pretensiones
teocráticas quedarían perfectamente satisfechas si así fuera.
La esfera pública es una e indivisible, también y precisamente por la
riqueza y la pluralidad de sus articulaciones, que hacen de ella una
complejidad circular de ámbitos comunicantes.
Si el nomos de Dios es admisible en uno de esos ámbitos, no puede
quedar excluido de los demás.
Por ello, la alternativa es drástica. O el destierro de Dios de la
totalidad de la esfera pública, o la irrupción de Su voluntad soberana
dictada -como sharía o descifrado por cualquier otro medio- en todas las
fibras de la vida asociada. Aut aut.
Cualquier «apertura» de la laicidad que provoque fisuras y grietas en el
rigor de su lógica constituye un «caballo de Troya» de las pulsiones
teocráticas de colonización de la existencia colectiva. Justamente por
eso es inherente a la democracia el ostracismo de Dios, de su palabra y
de sus símbolos, de todo lugar donde el protagonista sea el ciudadano:
incluida la enseñanza, mejor dicho, ante todo en la enseñanza, dado que
es el ámbito de su formación. Al fiel le siguen quedando las iglesias,
las mezquitas, sinagogas, y la esfera privada «in interiore homine».
3. Dado que constituye su fundamento, su antecedente histórico, que es
también su presupuesto lógico, la laicidad es el criterio de orden
superior y preliminar de la solución de los problemas de la democracia.
El eslabón crucial del despliegue, hasta su cumplimiento, del
autos-nomos en desarrollo por filiación: desencanto >laicidad
>soberanía de todos y de cada uno.
Esa es la verdad. El «darse la ley por uno mismo», en vez de obedecer a
la ley eterna de Dios, que hace del Homo sapiens el creador y señor de
la norma, posee una lógica incontenible. Una vez asumida, es decir
des-encadenada de los cepos del heteros divino, tiene que encarnarse
progresivamente en las sucesivas conquistas históricas de
universalización del autos humano: desde la laicidad de «etsi Deus non
daretur» [como si Dios no existiese] para los soberanos, que para los
súbditos suena «cuius regio, eius religio» [la religión del reino es la
misma que la de su rey], pasando por la soberanía compartida con unos
parlamentos representativos censitarios, posteriormente por la «liberté»
indisolublemente ligada a la «égalité» y la «fraternité» del primer
sufragio «universal», hasta su implementación con el derecho al voto de
las mujeres. O bien retroceder y desvanecerse en la restauración de la
heteronomía de lo Sagrado. Hasta las heces, eventualmente: hasta la
teocracia.
Pero ¿qué heteros, si el Único Dios se ha vuelto plural? Desde que los
monoteísmos suplantaron a los tolerantes panteones «paganos»,
hibridables e intercambiables, la voluntad de Dios, para funcionar como
regulador social, tiene que ser Una. El Nomos al que se debe obediencia,
para ser reconocido por todos como fuente tranquilizadora de sentido y
de seguridad, tiene que ser incontrovertible, y por tanto,
necesariamente Uno.
La herejía, si no se erradica con la hoguera y logra consolidarse como
interpretación alternativa, lo mina irremediablemente. Lo Otro y lo
Alto, si no permanece Uno, si queda definitivamente escindido, deviene
polemos, entregado a una ordalía interminable.
Pero el juicio de Dios solo es visible como veredicto del campo de
batalla. Así pues, para no destruir con las guerras de religión las
sociedades que tiene que gobernar, la soberanía del Nomos divino debe
ser neutralizada.
El instinto de supervivencia obligó a la Europa de los soberanos a
aceptar la impía invasión de la laicidad, que por fin verá cómo los
bárbaros el Tercer Estado y los sans-culottes se apoderan de la
soberanía cortándole la cabeza a los Soberanos.
Una vez que se instituye la esfera pública de forma democrática, volver a
legitimar a Dios dentro de ella significa inocularle el virus por el
que el recorrido en dirección inversa se hace inminente y acechante,
hasta la guerra civil de religión, potencial y permanente.
4. Por consiguiente. La religión es compatible con la democracia
únicamente si está dispuesta y acostumbrada a desterrar a Dios de las
vicisitudes y de los conflictos de la ciudadanía, únicamente si está
preparada para cumplir el primer mandamiento de la soberanía
republicana: no pronunciar el nombre de Dios en lugares públicos.
La religión es compatible con la democracia únicamente si está
domesticada, es decir, conversa a la autonomía absoluta de la norma
civil respecto a la ley religiosa. Únicamente si está convencida de que
la sanción espiritual del pecado no puede pretender que el brazo secular
acuda en su ayuda para convertirlo en delito. Además, la religión tiene
que aceptar la libertad del pecado como derecho de cualquier ciudadano:
el pecado mortal garantizado y protegido por la ley, si eso es lo que
ha decidido la soberanía del autos nomos. Aceptar e interiorizar.
Así pues, las religiones compatibles con la democracia son religiones
dóciles, que han renunciado a cualquier tipo de fe militante (de sharías
y mártires, o de legionarios de Cristo y otras comuniones y
liberaciones) que pretenda imponer al siglo la moral religiosa. Son
religiones sometidas, que han interiorizado la inferioridad de la «ley
de Dios» respecto a la voluntad soberana de los hombres en este mundo.
Son religiones re-formadas, porque habitúan a los fieles a una vida
serenamente dividida entre el ordenamiento de la salvación y el
ordenamiento de la convivencia, entre la obediencia personal a los
mandamientos divinos y la obligada promoción de la libertad de
transgredirlos de los demás.
La venerada fórmula «dad a César lo que es de César y a Dios lo que es
de Dios» es totalmente inservible, porque no delimita la frontera entre
los dos ámbitos. ¿Quién decide lo que es de Dios o de César: Dios o
César?
Sin embargo, en cuanto el autos nomos de todos y cada uno se convierte
en el «César», ya no puede tolerarse la mínima ambigüedad: la soberanía
democrática es la única soberana, e instituye la libertad religiosa
como libertad de culto y de conciencia, a condición de que no interfiera
con las libertades republicanas, a condición de que los creyentes
asuman como deber cívico propio e irrenunciable el «muro de separación
entre política y fe.
5. Una religión compatible con la democracia tiene que aceptar que esta
pueda ser Sodoma y Gomorra. Es más, tiene que interiorizar, como virtud
cívica a la que el creyente no le está dado sustraerse, el alegre
despliegue del pecado en el mundo, que para la fe es contra natura, o el
doloroso recurso al pecado que arrebata a Dios el monopolio sobre la
vida y la muerte. Y muchas otras abominaciones, como florecimiento de
las libertades plurales de los ciudadanos soberanos.
Un resultado totalmente imprevisto cuando se teoriza y se instaura la
laicidad, pero indiscutible consecuencia del principio.
Cuando Roger Williams funda en 1636 la colonia de Providence y
posteriormente Rhode Island, para que allí puedan convivir unos
cristianos que en el viejo mundo se degollaban entre ellos, junto a los
nativos animistas e idólatras, a los judíos, que durante siglos habían
sido «deicidas», e incluso junto a los agnósticos y los ateos, todos
ellos con plena libertad de conciencia en una inaudita separación de
autoridades civiles y religiosas; cuando Thomas Jefferson, autor de la
«Declaración de Independencia» y tercer presidente de Estados Unidos,
esculpe la fórmula del muro de separación, nadie se imagina que las
conciencias de los individuos, a la que ahora se encomienda la creación
de la norma, puedan desear una moral sexual diferente de la de un «buen
padre de familia».
En cambio, hoy en día el relativismo moral es el corolario ineludible de
la libertad de conciencia. El Homo sapiens es irreversiblemente
(«imperante laicitate») dueño y señor del mundo de la norma. El
nacimiento, la sexualidad, la muerte, los momentos cruciales y los
aspectos fundamentales de la existencia, se sustraen incluso al último
disfraz del hetros nomos, la «moral natural». Que todavía sigue
esgrimiéndose como arma ideológica para imponer la propia ética a los
demás, pero que en la igualdad de los ciudadanos soberanos se desmorona
definitivamente.
La igualdad democrática implica plena libertad de elección de cada cual
respecto al nacimiento, la sexualidad y la muerte, siempre y cuando no
suponga atropello de una idéntica libertad ajena. Así pues, para seguir
siendo compatible con la democracia, la religión debe renunciar a
utilizar la leyenda de la «moral natural» (o el embuste de que un feto
ya es «persona» desde la concepción), para oponerse al derecho de un
ciudadano a la eutanasia, a los anticonceptivos, al aborto (durante los
primeros seis meses de embarazo), por no hablar de la fornicación, el
matrimonio entre personas del mismo sexo, la promiscuidad sexual de
acuerdo con todos los gustos y preferencias.
6. En realidad existe también una fe (una sola) que no es en absoluto
tibia, una fe apasionada, incluso exaltada y sin embargo compatible con
la democracia: la que considera un deber para con Dios respetar la
libertad de los hombres hasta el pecado mortal y la impiedad, dado que
tan solo el Todopoderoso puede decidir quiénes son los llamados y los
elegidos.
Henchido de esa fe, Roger Williams, un pastor puritano que no tolera
ninguna iglesia como jerarquía o como poder que no sea exclusivamente
espiritual, se convierte en el pionero y el apóstol de la laicidad en el
Nuevo Mundo. De la decisión política como ateísmo práctico.
Igual, si parva licet..., que los escasísimos católicos italianos que
invitaron a votar no en los referendos con los que los papas y sus
lacayos parlamentarios querían derogar las leyes que instituían el
divorcio y consentían el aborto.
Pero, ¿cuántas son las religiones existentes (no las conciencias
religiosas laicas individuales de elevados, y por consiguiente laicos,
sentimientos) que están dispuestas a interiorizar los límites, las
obligaciones y la espiritualidad que el autos nomos impone al universo
de lo sagrado para que no agreda a las libertades democráticas?
La libertad de religión que garantiza la democracia es tan solo un
subconjunto de la libertad de conciencia y de opinión, y por
con
siguiente es también libertad respecto a la religión, libertad de
crítica de la religión, de burla de sus dogmas en tanto que
supersticiones, de sus profetas y santos en tanto que impostores, de sus
celebrantes en tanto que fanáticos y/o sepulcros blanqueados. En otras
palabras, e inequívocamente: la libertad de religión es, también y
siempre, libertad de ofensa a la religión.
Eso es exactamente lo que rechaza y combate la «laicidad» abierta o
positiva. Que, detrás de su seductora adjetivación diluye y lesiona la
laicidad a secas, al trocar la coherencia del autos nomos y del
desencanto por el reconocimiento público de las religiones, haciendo
pasar como deber cívico el respeto a todas las afirmaciones,
interpretaciones y lecturas de lo Sagrado: revanchismo del heteros
nomos.
Resultado: los cristianismos y los judaísmos que, a la fuerza o por
auténtica evolución, se habían plegado a, o habían madurado la lealtad
cívica de la laicidad, están engendrando, a modo de mímesis y emulación
de las comunidades islámicas y de sus éxitos ante las soberanías
democráticas proclives a lo políticamente correcto, movimientos
militantes de ocupación de la sociedad civil y de reconquista de la
esfera pública. Y, como puesto avanzado del asentamiento, el
reconocimiento de lo Sagrado bajo la forma de castigo y prohibición de
la ofensa a cualquier religión.
Eso es exactamente lo que rechaza y combate la «laicidad» abierta o
positiva. Que, detrás de su seductora adjetivación diluye y lesiona la
laicidad a secas, al trocar la coherencia del autos nomos y del
desencanto por el reconocimiento público de las religiones, haciendo
pasar como deber cívico el respeto a todas las afirmaciones,
interpretaciones y lecturas de lo Sagrado: revanchismo del heteros
nomos.
Resultado: los cristianismos y los judaísmos que, a la fuerza o por
auténtica evolución, se habían plegado a, o habían madurado la lealtad
cívica de la laicidad, están engendrando, a modo de mímesis y emulación
de las comunidades islámicas y de sus éxitos ante las soberanías
democráticas proclives a lo políticamente correcto, movimientos
militantes de ocupación de la sociedad civil y de reconquista de la
esfera pública. Y, como puesto avanzado del sentamiento, el
reconocimiento de lo Sagrado bajo la forma de castigo y prohibición de
la ofensa a cualquier religión.
7) Pero, ¿quién decide cuál es la frontera entre la ofensa y la crítica?
La ofensa es un sentimiento peculiarmente subjetivo, tanto más
resentida cuando más hipertrófico es el ego del creyente, su
sensibilidad terrenal, su narcisismo por identificación con el grupo.
Pero hay que tener cuidado: la prohibición de ofender a las religiones
deja la libertad de crítica a merced del fundamentalista, le legitima
como juez civil de la censura, dado que no existe una medida «objetiva»
que pueda marginar su «sentir» hacia la impiedad por considerarlo
excesivo o patológico. Por lo demás, los creyentes «moderados» (de todos
los monoteísmos) no se distinguen de los fundamentalistas en lo que
respecta al resentimiento contra la blasfemia y la burla, sino sobre
todo, y casi exclusivamente, en lo que respecta a la magnitud de la
sanción que consideran justificada: el puñetazo del papa Bergoglio en
vez de la ráfaga de metralleta de la rue Nicolas Appert.
Sin embargo, una vez canonizada la ofensa y por consiguiente la
susceptibilidad subjetiva que la percibe como criterio para definir la
falta, esa misma susceptibilidad se convierte en juez a la hora de
determinar la pena. Porque el ultraje a Dios o a su Profeta, o a la
Virgen, o a la Segunda, y sobre todo a la Tercera Persona de la Trinidad
(en efecto, el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable, Marcos,
3, 28-29) es incomparablemente más grave que cualquier delito contra
ese ínfimo ser comparado con Dios (o con la Virgen o con el Profeta)
que es el espécimen corriente de Homo sapiens que somos todos.
A menos que nos tomemos en serio la definición de Dios, Clemente y
Misericordioso, infinitamente bueno y ante todo Omnipotente, y por
consiguiente inalcanzable para el hombre al ser incomparable en su
finitud, y en que ciertamente tampoco puede hacer mella ese acto tan
insignificante, comparado con Su infinita Majestad, que sería cualquier
ofensa humana, demasiado humana. Un ateísmo práctico del que es capaz
algún que otro místico o epígono de Roger Williams, no las religiones
realmente existentes, voluptuosas de reconocimiento terrenal.
Únicamente el ateísmo es la coherencia de la laicidad generada por el
desencanto. El ateísmo de masas, por lo menos como ateísmo práctico del
ciudadano cuando es ciudadano, que tan solo unos pocos fieles saben
conciliar de verdad con la fe por su Dios de salvación. Por lo demás, el
ateo es ultrajado en su sensibilidad ilustrada y crítica por cada acto y
cada palabra de las supersticiones religiosas, y sin embargo acepta la
ofensa cotidiana serenamente, como inevitable tributo a la libertad.
8) Todas las religiones, y sin duda todos los monoteísmos, llevan en su
seno la tentación teocrática y la reserva mental hacia el autos nomos
que inaugura la modernidad y la secuencia laicidad > soberanía>
democracia que generó.
Pero, hoy en día, el islam de una forma especial. Hace casi mil años
tenía a sus teólogos y a sus filósofos mucho más adelantados por
«racionalidad crítica» que los europeos, y después se quedó parado. No
tuvo su Reforma, ni el efecto colateral de imprevista heterogénesis de
los fines por el que la religión acaba renunciando a la teocracia. No
acepta la división secular entre el poder civil y la ley religiosa,
puede tolerar eventualmente los nichos de otros monoteísmos en sus
territorios, pero no la libertad religiosa, habida cuenta del papel
central del concepto de apostasía, castigado con la muerte, para quien
abandone la fe de Alá. Su Libro no fue inspirado por Dios, sino dictado
por Él al Profeta, palabra por palabra, y por consiguiente ajeno a la
hermenéutica de lo alegórico: muerte quiere decir muerte, lapidación,
lapidación.
La distinción occidental entre islam fundamentalista e islam moderado es
insensata cuando se refiere a los regímenes y los gobiernos, puesto que
«moderado» por antonomasia es el reino saudí, donde la sharía se aplica
con unas coreografías públicas de una espeluznante ferocidad.
No todo el islam es fundamentalista, huelga decirlo, no todo el islam es
fanático, faltaría más. Pero hasta ahora, el islam dispuesto a
reconocer la libertad religiosa, de la que la burla religiosa es un
aspecto irrenunciable (por otra parte las religiones por definición se
tachan mutuamente de «falsas y mentirosas») sigue siendo un episodio de
individuos aislados, perseguidos en su patria, nunca hegemónicos en la
emigración, es más, cada vez más ignorados o repudiados.
Hasta el extremo que la teocracia edulcorada de Tariq Ramadan pasa por
ser un islamismo «abierto».
Así pues, es tarea de los fieles del Profeta consolidar y hacer
hegemónico un islam reformado, hoy prácticamente inexistente.
Empezando por centrarse en la capa de ambigüedad de ese islam que no
deja de salmodiar un sincero no al terrorismo, pero desde una machacona
intolerancia hacia quienes insultan a su Fe y a su Profeta. Y es tarea
del Occidente que se dice laico no brindar apoyo a tales aberraciones,
concediendo por el contario todo tipo de espacios, voces y recursos al
islam minoritario dispuesto a la modernidad democrática.
9. La modernidad surge de la sinergia contingente de herejía+ciencia,
pero la ciencia (que hoy ya no está dando sus primeros pasos) ha
demostrado ser asimilable y metabolizable por la fe, compatible con la
ausencia de laicidad. En el fundamentalismo jomeinista, el chador
convive con el chip electrónico, en el fundamentalismo terrorista con
los explosivos de última generación y el sabotaje de los hackers en
Internet.
La herejía, no. La herejía, una vez puesta en libertad, rompe la rotunda
unidad de una comunidad de fe, legitima la disensión hasta el disidente
individual, y por ello muta en libertad de conciencia, de opinión, de
organización, en reivindicación incontenible de soberanía igual.
La pretensión de respeto por la religión de uno, con su corolario de
reconocimiento público para toda comunidad que sea su vehículo, niega al
individuo justamente en su derecho a la herejía, a la apostasía, a la
existencia singular, lo encadena a la pertenencia de fe-y-sangre, lo
reduce a función de la comunidad. Quien exige respeto por lo Sagrado
impone al mismo tiempo, tanto si es consciente de ello como si no, el
respeto por la comunidad de los creyentes donde el nomos de la fe y las
jerarquías forman un todo, que por consiguiente el individuo tendrá que
respetar, reproducir, fortalecer. En perjuicio y humillación del cuerpo y
del espíritu de la mujer, siempre y de cualquier forma.
El Occidente que en Londres legitima los tribunales de la sharía para
dirimir conflictos matrimoniales, familiares, de herencias, o que en
Berlín autoriza la exención de las chicas de las asignaturas de biología
y de gimnasia, y que en todas las metrópolis del viejo y del nuevo
mundo finge desconocer la práctica de los matrimonios forzosos por
cientos de miles, pisotea las libertades más elementales que desde hace
siglos ha venido proclamando como imprescriptibles, e inviolables
incluso por la mayoría más aplastante, pero que ahora se arrojan a
merced de las minorías patriarcales. Una forma de racismo.
El respeto al que está obligada la democracia, y que, es más, constituye
su fundamento, tiene que ver con las libertades de todos y cada uno,
incluida la crítica vivida como burla, no la «libertad» de unas
comunidades que pueden suponer la anulación y la aniquilación de las
primeras. La ciudadanía igual es la única identidad que debe tutelar la
democracia como elemento imprescindible. Impidiendo, mediante la
educación para la laicidad, que no solo la violencia sino también la
presión social y la manipulación psicológica perpetúen la sumisión al
conformismo patriarcal.
10. La coherencia del desencanto celebra su apoteosis en el «ni Dieu ni
maître», como hemos visto. Ni maître, pues.
Para que todo el mundo viva la ciudadanía como su propia identidad, para
que el ciudadano no sienta que le apremia la necesidad de una identidad
vicaria, es preciso que la democracia cumpla todo lo prometido: la
soberanía igual, el poder igual de todos y cada uno. Que por lo menos se
vaya aproximando a ella, asintóticamente, como alma y brújula
irrenunciable de su vivencia cotidiana, de su crónica política. Ese
poder igual será delegado en su ejercicio legislativo y ejecutivo, pero
la soberanía simétrica que «se representa» en el Parlamento no puede
convertirse en un espejismo y degenerar en una farsa sin que se
desencadene la pulsión de comunidad, que en el Uno de la obediencia y de
la exaltación (desde el Fondo Sur de un estadio a la umma) suplante la
fraternité prometida y sustraída por una democracia traicionada.
«Liberté, égalité, fraternité» constituyen una hendíatris, el enlace
indisoluble de valores donde cada elemento se interpreta vinculado al
posterior, y no hay libertad en conflicto con la igualdad, y donde no
hay igualdad en conflicto con la fraternidad, y mucho menos separación
de las tres sin que se ponga en peligro la democracia misma. En la
terminología de Jefferson en la Declaración de Independencia, se llamará
el «derecho a la búsqueda de la felicidad», para todos.
Solo se puede luchar contra la deriva comunitaria/identitaria, caldo de
cultivo de todo tipo de revanchas de fe, de sangre y de tierra, de las
que el terrorismo, «in partibus infidelium» es la versión carnicera pero
lógica, haciendo realidad la democracia, aumentando incansablemente,
para todos, la libertad, la igualdad y la fraternidad: poder igual. Lo
contrario de lo que ocurre en las democracias que existe n en la
realidad. Que después de los meses de pasión del maquis y de la
Resistencia, y la bocanada de aire fresco de mayo del '68, tan solo
conocen stablishments que lobotomizan la soberanía, desbocan la
soberbia de la desigualdad, pisotean la fraternidad en la idolatría
liberal y en la apoteosis de los juegos de azar financieros.
La libertad es también libertad material. El «muro de separación» de la
laicidad no es un formalismo procedimental, sino ethos del autos nomos
en su esencia igualitaria, además de en su esencia libertaria.
Emancipación social permanente.
11. La laicidad es la coherencia de la libertad. La intransigencia de la
libertad. El extremismo de la libertad.
Pero la libertad, por naturaleza, no es ilimitada. En efecto, ab-soluta
solo es la libertad de quien en los demás posee súbditos (o «ama»
criaturas), no a sus iguales. La libertad ab-soluta es por definición
únicamente la de Dios, y la de su Ungido en la tierra. La libertad igual
encuentra por definición su límite en la igual libertad de todos los
demás.
El racismo niega la precondición más elemental de la libertad igual,
incluso impide que sea concebible algo como la «dignidad humana», ve en
el otro, de rasgos escogidos arbitrariamente (por nuestro ADN somos
todos infinitamente mestizos, y la humanidad más «pura», es decir
originaria, proviene de África), un instrumentum vocale, materia a la
que esclavizar.
La «libertad de racismo» es la activación culpable de un bacilo de
deshumanización, el cultivo in vitro de un virus pestilente, su
dispersión masiva. El logos racista es un virus que apunta directamente
contra las libertades. No constituye libertad de opinión, sino un
criminal juego de contagio contra la libertad.
Pero no se debe jugar con las palabras. El antisemitismo es racismo, el
antijudaísmo y el anticristianismo, si no hacen amalgama con
presunciones de razas, siguen siendo críticas más que legítimas a las
religiones (y por consiguiente, la islamofobia no es racismo,
exactamente igual que la papistofobia de los roundheads de Cromwell),
el antisionismo es oposición a una ideología política.
Los fascismos también significaron la supresión sistemática de
libertades en consonancia con su doctrina, su ideología sus valores, y
por consiguiente la nostalgia, la apología, la propaganda, la
reorganización de los mismos no pueden formar parte de la constelación
de las libertades: sería masoquismo de la democracia crear las
condiciones que hagan necesario una vez más (una vez de más) «sortir de
la paille les fusils, la mitraille les grenades», correr el riesgo de
cárcel y tortura, sacrificar la vida, para derrotar a una peste negra ya
derrotada.
El racismo y los fascismos, las únicas limitaciones de la «libertad» que
exige la libertad. Para todo lo demás, basta con unas leyes que
protejan de la difamación (a los individuos, y por unos hechos concretos
que tienen que ser de una gravedad puntual y perfectamente detallada) y
persigan la instigación a delinquir (también en ese caso con una
circunspecta limitación a los casos gravísimos y directos).
La laicidad es una cuestión de vida y muerte para la democracia. Y para
ambas cosas ya es cuestión de supervivencia un inaplazable crescendo de
poder igual, político y material.
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