Proverbio egipcio

“El reino de los cielos está dentro de ti; aquel que logre conocerse a sí mismo, lo encontrará” Proverbio egipcio

lunes, 4 de junio de 2018

El Alma según Abbagnano

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Nicola Abbagnano. (Salerno, 1901 - Milán, 1990) Filósofo italiano. La filosofía de Nicola Abbagnano se ha definido como un existencialismo positivo. La positividad que reivindica para su propio pensamiento se opone al existencialismo negativo de Jaspers y al ontologismo de Heidegger, aunque se esfuerza en conservar los aspectos de éstos que le parece que pueden incluirse en una visión crítico-constructiva de la existencia...


(gr. yuch1; lat. anima; ingl. soul; franc. âme; alem. Seele; ital. anima). En general, el principio de la vida, de la sensibilidad y de las actividades espirituales (entendidas y clasificadas en la forma que fuere), en cuanto constituye una cantidad por sí o sustancia.
Esta última nota es importante, porque el uso de la noción de Alma se halla condicionado por el reconocimiento de que cierto conjunto de operaciones o de sucesos, precisamente los denominados «psíquicos» o «espirituales» son las manifestaciones de un principio autónomo, irreducible por su originalidad a otras realidades, si bien está en relación con ellas. El hecho de que el alma sea incorpórea o que tenga la misma constitución de las cosas corpóreas, es un problema de menor importancia, ya que la solución materialista está a menudo igualmente fundada, lo mismo que su opuesta, en el reconocimiento del Alma como sustancia. Esta fundamental significación del alma la considera, la mayoría de las veces, [34] como ‘sustancia’, entendiéndose precisamente con este término una realidad por sí misma, o sea, que existe independientemente de las demás. El reconocimiento de la realidad-Alma parece dar sólido fundamento a los valores relacionados con las actividades espirituales humanas, que, sin ella, parecerían quedar suspendidos de la nada, por lo que la mayor parte de las teorías filosóficas tradicionales consideran la sustancialidad del alma como una garantía de la estabilidad y permanencia de dichos valores. Tal garantía se refuerza a veces por la creencia de que el Alma es, en el mundo, la realidad más alta y última y, en ocasiones, el principio mismo que ordena y gobierna al mundo. Dadas estas características de la noción del término, la historia filosófica del mismo es un tanto monótona, porque la reiteración de la realidad del Alma se nos presenta, de preferencia, en términos de los conceptos que cada filósofo usa para definir la realidad misma. Así, por ejemplo, para Anaxímenes (Fr. 2, Diels), lo mismo que para Diógenes de Apolonia (Fr. 5, Diels), el Alma es aire, pues ambos ven en el aire el principio de las cosas; para los pitagóricos (Arist. Pol., VIII, 5, 1340 b 19) es armonía, ya que consideran la estructura misma del cosmos como la armonía expresada en números; es fuego para Heráclito (Fr. 36, Diels) que ve en el fuego el principio universal; para Demócrito se halla formada por átomos esféricos, que pueden penetrar fácilmente en el cuerpo y moverlo (Arist., De an., I, 2, 404, 1) y así sucesivamente. Es probable que Platón no hiciera más que expresar un pensamiento explícito en estas determinaciones, al afirmar que el Alma se mueve por sí. Precisamente le sirvió para definir el Alma: «Todo cuerpo que desde fuera sea movido es inanimado; al contrario, todo cuerpo que de dentro se mueva de por sí y para sí será animado; que tal es la naturaleza misma del alma» (Pedro, 245 d). El Alma es, por lo tanto, la causa de la vida (Crat., 399 d) y en consecuencia es inmortal, ya que la vida constituye su misma esencia (Fed; 105 d ss.). Por medio de estas determinaciones Platón distinguía, precisamente, entre la realidad del Alma, simple, incorpórea, que se mueve por sí misma, que vive y da vida, y la realidad corpórea, que tiene caracteres opuestos. Y estas determinaciones hubieron de servir de base a todos los ulteriores tratamientos filosóficos del alma.

Entre ellos, es el de Aristóteles el de mayor importancia, porque las determinaciones que Aristóteles atribuye al ser psíquico, de acuerdo con su concepto sobre el ser, habrían de servir, por mucho tiempo, como modelo de buena parte de las doctrinas acerca del alma. Según Aristóteles, el Alma es la sustancia del cuerpo. La define como «el acto final (entelequia) y primero de un cuerpo que tiene la vida en potencia». El Alma se halla respecto al cuerpo como el acto de la visión respecto al órgano visual: constituye la realización de la capacidad, que es privativa de un cuerpo orgánico. Como todo instrumento tiene su función, que es el acto o actividad del instrumento (como, por ejemplo, la función del hacha al cortar), de tal manera el organismo, en cuanto instrumento, tiene la función de vivir y pensar, y el acto de esta función es el Alma (De an., II, 1, 412a 10). Por lo tanto, el alma no es separable del cuerpo o por lo menos no son separables del cuerpo las partes del Alma que constituyen la actividad de las partes del cuerpo, ya que nada impide que sean separables las partes del Alma que no son actividad del cuerpo (Ibid., II, 2. 413 b 26). Como acto o actividad, el Alma es forma, y como forma es sustancia, en una de las tres determinaciones de la sustancia, que puede ser forma, materia o el compuesto de materia y forma. En efecto, la materia es potencia, la forma es acto y todo ser animado se halla compuesto de ambas cosas; pero en tanto el cuerpo no es el acto del Alma, el Alma es la actividad de un cuerpo determinado, es decir, la realización de la potencia que es propia de este cuerpo; por lo que se puede decir que no existe ni sin cuerpo ni como cuerpo (Ibid., 414a 11).
Estas determinaciones aristotélicas constituyeron, por muchos siglos, el proyecto total de la «psicología del Alma». Según los diferentes intereses (metafísico, moral, religioso) que han presidido el desarrollo de la psicología, en su historia se ha insistido acerca de una u otra de las determinaciones aristotélicas, las más importantes de las cuales [35] son: el Alma como sustancia, o sea, realidad en el más pleno sentido del término; y el Alma como principio independiente de operaciones, o sea, causa. La finalidad de estas determinaciones es garantizar un apoyo sólido a las actividades espirituales y, por tanto, a los valores producidos por tales actividades. La segunda serie de determinaciones son las de la simplicidad e indivisibilidad, cuya finalidad es garantizar la impasibilidad del Alma respecto a las mutaciones corpóreas y, por medio de la corruptibilidad, su inmortalidad. La tercera determinación importante es su relación con el cuerpo, definida por Aristóteles como relación de la forma con la materia, del acto con la potencia. La primera determinación no es negada ni aun por los materialistas. Epicuro, que concibe el Alma como compuesta de pequeñas partículas sutiles, difusas por todo el cuerpo, como un soplo cálido, cree, no obstante, que el Alma tiene la capacidad causal de las sensaciones, capacidad preparada por el cuerpo y de la que éste participa, pero que en cierta medida es independiente del cuerpo mismo, ya que cuando el Alma se separa de él, el cuerpo no tiene ya sensibilidad (Ep. a Erod., 63 ss.). De tal manera, el Alma no es simple ni inmortal (se disuelve en sus partículas con la muerte del cuerpo); pero es, sin embargo, una realidad en sí misma, dotada de capacidad causal propia, indispensable a la vida misma del cuerpo. De manera análoga, los estoicos sostienen que el Alma es un soplo congénito a nosotros; como tal es cuerpo, porque si no lo fuera no podría unirse al cuerpo ni separarse de él, pero puede ser, no obstante, inmortal, de la misma manera que el Alma del mundo, que es inmortal, de la que forman parte las de los seres animados y las Alma de los sabios (Dióg. L., VII, 156-57). En este caso la corporeidad del Alma no le quita la simplicidad ni la inmortalidad; como tampoco se las quita en la concepción de Tertuliano, que también la considera como un soplo o flatus de Dios y, por lo tanto, generada, corpórea e inmortal (De an, 8 ss.).
La aceptación casi universal de la doctrina aristotélica del Alma tiene una excepción en Plotino. Plotino critica de igual manera la doctrina que afirma que el Alma es cuerpo y la que sostiene que el Alma es forma del cuerpo (Enn., IV, 7, 2 ss.; IV, 7, 8, 5). El motivo es uno solo: Plotino no quiere que el Alma tenga ningún nexo con el cuerpo y su única preocupación es la de definir la realidad justo en términos de su dependencia del cuerpo y de todas las determinaciones corpóreas. Por consiguiente, Plotino acentúa los caracteres divinos del Alma y, por lo tanto, su unidad, indivisibilidad, ingenerabilidad e incorruptibilidad, caracteres negativos todos ellos, como son, por lo demás, caracteres negativos los que Plotino atribuye a Dios. Pero ¿cuál es el camino de acceso a la realidad del Alma así entendida? Plotino responde que para examinar la naturaleza de una cosa es necesario considerar la cosa en su pureza, porque todo lo agregado a la cosa misma es un obstáculo para su conocimiento. Por consiguiente, para examinar lo que es el alma, es necesario quitarle todo lo que le sea extraño, es decir, es necesario mirarse a uno mismo y retirarse a la propia interioridad. De tal modo, la noción de conciencia, entendida como introspección o replegamiento sobre sí, o reflexión interior, comienza, por obra de Plotino, teniendo su mejor expresión en la noción del Alma ya que el Alma misma queda reducida al movimiento de la introspección. «La sabiduría y la justicia –dice Plotino– no se pueden ver saliendo del Alma; el Alma ve estas cosas en sí misma, en su reflexión sobre sí misma; en su primer estado las ve en sí como estatuas que el tiempo ha enmohecido y que ella limpia. Es como si se tratara de un oro que tuviera un Alma y se liberara del fango que lo cubriese; al principio, en su ignorancia de sí, no se vería como oro, pero luego se admiraría a sí mismo, al verse aislado, y no desearía tener otra belleza extraña, sino que sería tanto más fuerte cuanto más se lo dejara librado a sí mismo» (Enn., IV, 7, 10). Estas palabras de Plotino abren las puertas a la otra alternativa de la doctrina del Alma, o sea, aquella por la cual terminaría siendo sustituida por el concepto de conciencia. Aquí el recogerse en sí mismo, el abandonarse a sí mismo, la mirada a la propia interioridad, la actitud de reflexionar sobre sí mismo, resultan expresiones que sirven [36] para definir un tipo de investigación que prescinde completamente del cuerpo y, por lo tanto, también de aquello con lo que el cuerpo nos pone en relación, o sea de las cosas y los demás hombres (Ibid., V, 3, 1-2).
Los neoplatónicos y los Padres de la Iglesia oriental repiten las determinaciones neoplatónicas: la inmaterialidad y la unidad del Alma son los caracteres fundamentales que le reconocen Porfirio (Stob, Ecl., I, 818) y Proclo (Inst., theol., 15) como también San Gregorio de Nisa (De. an. et resur., pp. 98 ss.). Pero es, sobre todo, San Agustín quien recoge la herencia del neoplatonismo y la trasmite al mundo cristiano, con el reconocimiento de la interioridad espiritual como camino privilegiado de acceso a la propia realidad del alma.
Este camino de acceso es la experiencia interior, la reflexión acerca de la propia interioridad, la «confesión» como reconocimiento de la propia realidad íntima: en una palabra, lo que en moderno lenguaje se denomina conciencia (véase). En los Soliloquios (I, 2) San Agustín declara que no desea conocer otra cosa aparte de «Dios y el Alma». Pero Dios y el Alma no requieren, para él, dos investigaciones paralelas o de algún modo diferentes, porque Dios se halla en el Alma y se revela en la más reposada interioridad del Alma misma. «No salgas de ti, retorna a ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad; y si encontraras cambiante tu naturaleza, también trasciendes tú mismo» (De vera rel., § 39). Esta actitud, que domina toda la búsqueda agustiniana, debería dar frutos más tarde, comenzando por la escolástica tardía. Pero la escolástica está dominada en su conjunto por la doctrina aristotélica del Alma, que se vuelve a proponer en los mismos términos a partir de Scoto Erígena (De divis. nat; II, 23) hasta Duns Scoto (Op. Ox., IV, 43, q. 2), quien se limita a agregar que puesto que el Alma es la forma del cuerpo, según decía Aristóteles, no puede subsistir al destruirse el cuerpo y, por lo tanto, la inmortalidad es sólo materia de fe. Las mismas notas de Santo Tomás (S. Th. I, q. 75; C. Gent., II, 79 ss.) no agregaron nada a la doctrina aristotélica del Alma, a no ser la mayor insistencia acerca de la independencia del Alma respecto al cuerpo, con el fin de garantizar su inmortalidad. La única innovación que presenta la escolástica agustiniana frente a esta teoría, y en contraste con la dirección aristotélico-tomista de la propia escolástica, concierne a la relación entre Alma y cuerpo: la admisión de una forma corporeitatis inherente al cuerpo como tal, con anterioridad a su unión con el Alma y que lo predispone a tal unión. La forma corporeitatis es la realidad que posee el cuerpo humano como cuerpo orgánico, independientemente de su unión con el Alma (Duns Scoto, Op. Ox., IV, 11, q. 3; Occam, Quodl., II, q. 10). Esta admisión se halla ligada al reconocimiento de que la materia en general no es pura potencia, sino que posee, ya como materia, cierta realidad actual que es precisamente la forma corporeitatis. Véase Agustinismo.
Pero la escolástica del siglo XIV nos ofrece, con Occam, una innovación muy radical, la duda acerca de la realidad del Alma intelectiva. En efecto, dice Occam (Quodl., I, q. 10) que por Alma intelectiva se entiende «una forma inmaterial e incorruptible que está en su totalidad en la totalidad del cuerpo y la totalidad en cada parte, y no es posible conocer con evidencia, ni por la razón ni por la experiencia, que semejante Alma sea forma del cuerpo y que el entendimiento sea propio de tal sustancia». Las razones que se pueden aducir para la demostración de tal forma son, por lo demás, dudosas; y en cuanto a la experiencia, todo lo que experimentamos son la intelección, la volición, &c., operaciones que bien pueden ser propias de una «forma extensa, generada y corruptible», o sea del cuerpo mismo. Occam relega a materia de fe, por lo tanto, no solamente la inmortalidad del Alma (como ya lo había dicho Duns Scoto), sino aun la propia realidad extensa del alma intelectiva, como supuesto sujeto de operaciones espirituales, de las que tenemos experiencia. Esta negación se hace, precisamente, a base de la experiencia que se tiene de los propios actos espirituales (intelectivos y volitivos), experiencia que, para Occam, es un conocimiento intuitivo de naturaleza espiritual (cognitio intuitiva intellectiva) por el cual se hallan inmediatamente presentes los actos o las operaciones espirituales, en [37] sus singularidades y en sus relaciones recíprocas (In Sent., pról. q. 1; Quodl., I, q. 14; II, q. 12). Mediante estas notas se introdujo en la historia de la filosofía el concepto de una experiencia interna, diferente de la experiencia sensible o externa, en tanto que se ponía en duda la realidad a la que tal experiencia debía dar acceso, o sea la realidad del Alma. La experiencia interna se convertiría con Descartes en el punto de partida de la filosofía moderna.

La noción del Alma como sustancia sobrevivió a la crisis del Renacimiento. Ni el materialismo de Telesio ni el de Hobbes fueron verdaderas y propias negaciones de la sustancialidad del alma. Telesio admite una sustancia intelectiva, directamente creada e infundida por Dios en el hombre, sólo para explicar la vida religiosa del hombre, su aspiración a la trascendencia (De rer. nat., V, 2), pero considera el mismo «espíritu animal» del que se vale para explicar la sensibilidad, la inteligencia y también la vida moral del hombre, aun siendo de naturaleza corpórea y producido por el semen, como realidad en sí, como «sustancia» (Ibid., V, 10). En cuanto a Hobbes, declara ilegítimo el paso, formulado por Descartes, de la proposición «Yo soy una cosa que piensa», que es indubitable, a la proposición «Yo soy una sustancia pensante», ya que no es necesario que la cosa que piensa sea pensamiento, pues puede ser el cuerpo mismo (III Objections, 2). La interpretación materialista del Alma no niega que sea una «cosa», es decir, una realidad.
Por lo que se refiere a la noción de alma en el mundo moderno, el desarrollo decisivo se debe a Descartes, en cuya doctrina la reafirmación de la realidad del Alma se une al reconocimiento de un privilegiado camino de acceso a tal realidad. Este camino de acceso es el pensamiento o, mejor dicho, la conciencia (véase). El cogito ergo sum revela en forma evidente, según Descartes, la sustancia pensante, o sea, revela «un ser cuya existencia es más conocida que la de los demás, de manera que puede servir como principio para conocerlos» (Lett. a Clercelier. en Oeuvres, IV, 443). Ahora bien, el cogito comprende «todo lo que está en mí y de lo cual soy inmediatamente consciente» (II Rép., def. I), o sea dudar, comprender, concebir, afirmar, negar, querer, no querer, imaginar, sentir, &c. De tal manera, la conciencia es una vía de acceso privilegiada, segura de ser absolutamente indubitable, a una realidad, la sustancia Alma, que a su vez resulta privilegiada, porque puede servir como principio para conocer las otras realidades. La misma conciencia es, por lo demás, en cuanto es testimonio del carácter pasivo de la facultad sensible, lo que hace pensar en una sustancia o realidad diferente del Alma y que actúa sobre ella, o sea, en una sustancia corpórea o extensa que, luego, hace cierta el principio de la veracidad divina. De tal manera, Descartes ha determinado el desarrollo subjetivista de la interpretación del Alma como sustancia. Los atributos tradicionales del Alma, tales como la simplicidad, la indestructibilidad, la unidad, &c., subsisten. Pero el camino de acceso a la realidad del Alma tiene el privilegio de ser el más cierto, porque posee la certeza del cogito. Con referencia a esta certeza, la de las otras cosas, o sea la de las sustancias extensas, resulta secundaria y derivada, por ser precisamente mediata de la conciencia. Ahora bien, este planteamiento es el que domina en todas las doctrinas modernas. Spinoza y Leibniz traducen el concepto cartesiano del Alma a términos de su concepto de realidad. Para Spinoza, el Alma es «la idea de una cosa singular existente en acto» (Eth., II, 11), o sea, la conciencia correlativa a un cuerpo orgánico. No se puede decir que el Alma sea sustancia, porque la sustancia es una sola y es Dios. Pero como idea, el Alma es parte del entendimiento divino infinito, es decir, es una manifestación necesaria de la sustancia divina (Ibid., II, 9) y por lo tanto es eterna (Ibid., V, 23). Para Leibniz el alma es una sustancia espiritual, una mónada que, como un espejo, representa en sí la totalidad del mundo, pero en sí misma es simple, o sea, sin parte e indivisible (Monad., § 1, 56). A diferencia de las otras mónadas, que son los átomos espirituales que componen todas las cosas del universo (comprendidas las corpóreas), el Alma es espíritu, esto es, razón, en cuanto posee las verdades necesarias y puede, de tal manera, elevarse a los actos [38] reflexivos que constituyen los objetos principales de nuestros razonamientos (Theod., pref.; Monad., § 30). Pero se trata de una diferencia de grado, más que de calidad: el Alma es solamente una mónada más activa y perfecta, en la cual las apercepciones, o sea las percepciones claras y distintas, tienen una parte mayor frente a las pequeñas percepciones o percepciones oscuras y confusas. La doctrina de Leibniz representa, de tal manera, una reducción al límite, en el sentido espiritual, del principio cartesiano que daba privilegio a la conciencia. La «psicología racional» de Wolff, que fue objeto específico de la crítica de Kant, no es más que la expresión sistemática de la doctrina de Leibniz.
A partir de Descartes, el concepto de «conciencia», o sea de totalidad o mundo de la experiencia interna, va gradualmente obteniendo la primacía en el concepto tradicional de Alma. Ya Descartes y Leibniz, aun refiriéndose a las determinaciones del Alma como sustancia, acaban por interpretar a su modo la noción de sustancia: la realidad que ellos atribuyen al Alma es la revelada y testimoniada por los actos, o por el acto fundamental de la conciencia como pensamiento, apercepción. etcétera. Locke, que consideraba que «nos es desconocida la sustancia del espíritu (como, por lo demás, la del cuerpo) (Essay, II, 23, 30), ha estimado cierta, de manera privilegiada, la conciencia que el hombre tiene de su propia existencia, atribuyéndola a un «conocimiento intuitivo» que no es más que la conciencia de los propios actos espirituales (Ibid., IV, 9, 3). Por lo demás, Locke ha reconocido en la experiencia interna o reflexión, una de las fuentes del conocimiento y la ha considerado como «la percepción de las operaciones interiores de nuestra propia mente al estar ocupada en las ideas que tiene». Tales operaciones son la percepción, pensamiento, duda, creencia, razonamiento, conocimiento, voluntad, &c., o sea, por lo general, todas las diferentes actividades de nuestra propia mente... de que se tiene conciencia. «Esta fuente de origen de ideas –agrega Locke– la tiene todo hombre en sí mismo; y aunque no es un sentido, ya que no tiene nada que ver con objetos externos, con todo, se parece mucho y puede llamársele con propiedad sentido interno» (Ibid., II, 1, 4). Con esto Locke ha admitido dos caminos de acceso, paralelos e independientes, a dos realidades que se presuponen independientes y paralelas, o sea el cuerpo y el alma. Hume no ha presupuesto la distinción de estas dos realidades ni, consecuentemente, ha admitido la distinción entre los dos caminos de acceso respectivos. La realidad sustancial, ya sea de las cosas materiales como la del Alma o del yo, es una construcción ficticia, que toma el principio de las relaciones de semejanza y de causalidad de las percepciones que existen entre ellos (Treatise, I, 4, 2 y 6; Inq. Conc. Underst., XII, 1). Pero los ingredientes elementales de dichas construcciones, ingredientes que constituyen el único dato cierto de la experiencia, están constituidos por impresiones y por ideas y, por lo tanto, son suministrados por la experiencia interna o conciencia. De tal manera, mientras Hume realiza la demolición escéptica de la noción de Alma como realidad o sustancia, contribuye, en igual medida, al establecimiento de la supremacía de la conciencia, cuyos datos se reconocen como los únicos elementos ciertos del conocimiento humano.
La rivalidad entre las dos nociones de Alma y de conciencia llega a su punto culminante en la crítica que Kant formula a la psicología racional, esto es, a la noción de Alma en sus atributos tradicionales de sustancialidad, simplicidad, unidad y posibilidad de relaciones con el cuerpo (Crít. R. Pura, Dial. trasc., Paralogismos de la razón pura). La crítica kantiana afirma que toda la psicología racional se funda en un «paralogismo», o sea en un error formal de razonamiento o en un «equívoco», en el sentido de tomar como objeto de conocimiento, al cual se aplica la categoría de sustancia, el «Yo pienso», que es simple «conciencia» y que constituye la primera condición del uso mismo de las categorías. «La unidad de la conciencia –dice Kant– que sirve de fundamento de las categorías, es tomada aquí por intuición del sujeto, tomado como objeto y al que se aplica la categoría de sustancia.» Es necesario observar que la conciencia a que hace [39] referencia Kant es la expresada por la proposición empírica «Yo pienso», que contiene en sí la proposición «Yo existo» (Ibid., Impugnación al argumento de Mendelssohn, nota) y, por lo tanto, la conciencia de la propia experiencia como determinante, a través de un contenido empírico dado, o sea, como «espontaneidad» intelectual que no puede obrar sino sobre un material suministrado por la experiencia. Es, por lo tanto, diferente del conocimiento de sí mismo, el cual, como todo otro conocimiento, es posible sólo mediante la aplicación de las categorías a un contenido empírico y es, por lo tanto, también conocimiento fenoménico» (Ibid., Analítica de los conceptos, § 25). De tal manera la crítica kantiana a la psicología racional y al concepto de Alma, que constituye su eje, consiste en declarar ilegítima la transformación de la conciencia en sustancia y, por lo tanto, en la eliminación de la noción misma de Alma como realidad subsistente por sí misma.
En cierto sentido esta crítica ha sido decisiva en la historia de la filosofía, no por el hecho de que los filósofos dejaran de hablar del Alma en algún sentido, sino porque ese tipo o especie de realidad que al Alma se atribuye, es entendido en términos de conciencia, a partir de Kant e incluso reducido, a menudo, a la conciencia misma. Esta inversión de la relación entre el Alma y la conciencia, mediante la cual la conciencia, como camino de acceso a la realidad-Alma se transforma en esta misma realidad, resulta evidente asimismo en las dos grandes corrientes de la filosofía del siglo XIX, el idealismo y el positivismo. Hegel, por ejemplo, considera al Alma como el primer grado del desarrollo del Espíritu, que es la conciencia en su grado más alto, esto es, conciencia de sí y la configura como «Espíritu subjetivo», o sea, como el espíritu en el aspecto de su individualidad: «En el Alma se despierta la conciencia; la conciencia se da como razón que se despierta inmediatamente al conocimiento de sí; y la razón, mediante su actividad, se libera haciéndose objetividad, conciencia de su objeto» (Enc., § 387). El primero de estos momentos, o sea el despertar de la conciencia, es el Alma. Hegel le reconoce las características tradicionales (sustancialidad, inmaterialidad), pero en el sentido de que estas características puedan ser referidas a la conciencia. «El Alma –nos dice– no es inmaterial solamente por sí, sino que es la inmaterialidad universal de la naturaleza, su simple vida ideal. Es la sustancia y, por lo tanto, el fundamento absoluto de toda particularidad o individualización del espíritu, de modo que el espíritu tiene en el Alma la totalidad de la materia de su determinación y el Alma continúa siendo la idealidad idéntica y predominante de ésta. Pero en tal determinación todavía abstracta, el Alma es solamente el sueño del espíritu, el nous pasivo de Aristóteles, que bajo el aspecto de la posibilidad, es todo» (Ibid, § 389). En otros términos, que el Alma sea inmaterial significa solamente que la materia no existe porque «la verdad de la materia es el espíritu»; y que el Alma sea sustancia sólo significa que el espíritu es también individualidad, o sea conciencia individual. Las determinaciones tradicionales son conducidas aquí a significaciones diferentes, condicionadas por la reducción del Alma a la primera fase del espíritu consciente.
Por otro lado, y con otra intención, el positivismo efectuaba la misma reducción del Alma a la conciencia, adoptando y continuando la doctrina del empirismo clásico y especialmente la de Hume. La intención, aquí, era preparar y fundar una «ciencia» de los hechos psíquicos que tuviera el mismo rigor que la ciencia de la naturaleza. En esta dirección el término «Alma» aparece ya como impropio y a menudo es sustituido por el de espíritu o mente (véase); y, en este sentido, dice Stuart Mill, por ejemplo, que el espíritu (mind) es la «serie de nuestras sensaciones», las cuales, además, poseen «una infinita posibilidad de sentir» (Examination of Hamilton’s Philosophy, pp. 242 ss.) o, en términos más simples, «lo que siente» (Logic, VI, IV, 1). Los «fenómenos psíquicos» o «los estados de conciencia», que se explican mediante las diferentes asociaciones de sus elementos más simples (véase Asociacionismo), constituyen el objeto de la psicología. Tal «psicología sin Alma» preside los comienzos de la psicología científica y fue bandera polémica para eliminar del campo la [40] noción tradicional del Alma como sustancia.
El término fue y aún es usado para indicar el conjunto de las experiencias psíquicas, al ser recogidas en una unidad. Así lo entendió Wundt (Logik, II, pp. 245 ss.), que comprendió el término unidad como unidad de la conciencia. Y así lo entiende también Dewey: «En conclusión, se puede afirmar que cuando la palabra Alma queda libre de todas las huellas del animismo materialista tradicional, denota las cualidades de las actividades psicofísicas en la medida en que están organizadas en una unidad. Ciertos cuerpos tienen almas en la misma forma destacada y patente en que otros tienen fragancia, color y solidez... Decir con énfasis de una persona particular que tiene Alma o mucha Alma no es proferir una vulgaridad aplicable por igual a todos los seres humanos. Es expresar la convicción de que el hombre o la mujer en cuestión tiene en alto grado las cualidades propias de capacidad de participar sensitiva, rica y coordinadamente en todas las situaciones de la vida. Igualmente tienen Alma ciertas obras de arte, musicales, poéticas, pictóricas, arquitectónicas, mientras que otras son muertas, mecánicas» (Experience and Nature, pp. 293 ss.; trad. esp.: La experiencia y la Naturaleza, México, 1958, F.C.E.). Pero el Alma en este sentido ya no es «un habitante del cuerpo»; designa un conjunto de capacidades o de posibilidades, de las cuales cada hombre en particular o cada cosa participa más o menos. La última crítica a la noción de Alma es la formulada por Ryle (Concept of Mind, 1949) que ha bautizado a la concepción del Alma que remonta a Descartes, como «espectro en la máquina». En realidad la noción es mucho más antigua, según se ha visto, y debe su fuerza, más que a su capacidad explicativa, a la garantía que otorga o parece otorgar a determinados valores. Ryle piensa que la noción es fruto de un error categorial, que considera que los hechos de la vida mental pertenecen a un tipo de categoría (o clase de tipos o categorías) lógica (o semántica) diferente de la categoría a la que pertenecen. Tal error es parecido al que comete la persona que, luego de haber visitado las aulas, laboratorios, bibliotecas, museos, oficinas, &c., que constituyen una universidad se preguntara qué es una universidad y dónde tiene su sede. La universidad no es una unidad que se agregue a los organismos o a los miembros que la constituyen y que posea, por lo tanto, una realidad aparte de tales organismos o miembros. De la misma manera el Alma no tiene realidad fuera de las manifestaciones singulares, de los comportamientos particulares superiores que la palabra designa en su conjunto.
En conclusión, aun antes de esta última condena, la noción tradicional del Alma como una especie de realidad en sí, principio y fundamento de los hechos denominados psíquicos o mentales, había sido abandonada y reducida a la noción de una unidad funcional o de una especie de coordinación y de síntesis entre tales hechos. Pero bajo esta forma, la noción nos remite a la noción de conciencia.





Fuente: Nicola Abbagnano, Diccionario de filosofía [1961] Fondo de Cultura Económica, México 1963 (2ª 1974)

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