Nicola
Abbagnano. (Salerno, 1901 - Milán, 1990) Filósofo italiano. La filosofía de
Nicola Abbagnano se ha definido como un existencialismo positivo. La
positividad que reivindica para su propio pensamiento se opone al
existencialismo negativo de Jaspers y al ontologismo de Heidegger, aunque se
esfuerza en conservar los aspectos de éstos que le parece que pueden incluirse
en una visión crítico-constructiva de la existencia...
(gr. yuch1; lat. anima; ingl. soul;
franc. âme; alem. Seele; ital. anima). En general, el
principio de la vida, de la sensibilidad y de las actividades espirituales
(entendidas y clasificadas en la forma que fuere), en cuanto constituye una
cantidad por sí o sustancia.
Esta última nota es importante, porque el uso de
la noción de Alma se halla condicionado por el reconocimiento de que cierto
conjunto de operaciones o de sucesos, precisamente los denominados
«psíquicos» o «espirituales» son las manifestaciones de un principio
autónomo, irreducible por su originalidad a otras realidades, si bien está en
relación con ellas. El hecho de que el alma sea incorpórea o que tenga la
misma constitución de las cosas corpóreas, es un problema de menor
importancia, ya que la solución materialista está a menudo igualmente
fundada, lo mismo que su opuesta, en el reconocimiento del Alma como
sustancia. Esta fundamental significación del alma la
considera, la mayoría de las veces, [34] como ‘sustancia’, entendiéndose
precisamente con este término una realidad por sí misma, o sea, que existe
independientemente de las demás. El reconocimiento de la realidad-Alma parece
dar sólido fundamento a los valores relacionados con las actividades
espirituales humanas, que, sin ella, parecerían quedar suspendidos de la
nada, por lo que la mayor parte de las teorías filosóficas tradicionales
consideran la sustancialidad del alma como una garantía de la estabilidad y
permanencia de dichos valores. Tal garantía se refuerza a veces por la
creencia de que el Alma es, en el mundo, la realidad más alta y última y, en
ocasiones, el principio mismo que ordena y gobierna al mundo. Dadas estas
características de la noción del término, la historia filosófica del mismo es
un tanto monótona, porque la reiteración de la realidad del Alma se nos
presenta, de preferencia, en términos de los conceptos que cada filósofo usa
para definir la realidad misma. Así, por ejemplo, para Anaxímenes (Fr.
2, Diels), lo mismo que para Diógenes de Apolonia (Fr. 5, Diels), el
Alma es aire, pues ambos ven en el aire el principio de las cosas; para los
pitagóricos (Arist. Pol., VIII, 5, 1340 b 19) es armonía, ya que
consideran la estructura misma del cosmos como la armonía expresada en
números; es fuego para Heráclito (Fr. 36, Diels) que ve en el fuego el
principio universal; para Demócrito se halla formada por átomos esféricos,
que pueden penetrar fácilmente en el cuerpo y moverlo (Arist., De an.,
I, 2, 404, 1) y así sucesivamente. Es probable que Platón no hiciera más que
expresar un pensamiento explícito en estas determinaciones, al afirmar que el
Alma se mueve por sí. Precisamente le sirvió para definir el Alma: «Todo
cuerpo que desde fuera sea movido es inanimado; al contrario, todo cuerpo que
de dentro se mueva de por sí y para sí será animado; que tal es la naturaleza
misma del alma» (Pedro, 245 d). El Alma es, por lo tanto, la causa de
la vida (Crat., 399 d) y en consecuencia es inmortal, ya que la vida
constituye su misma esencia (Fed; 105 d ss.). Por medio de estas
determinaciones Platón distinguía, precisamente, entre la realidad del Alma,
simple, incorpórea, que se mueve por sí misma, que vive y da vida, y la
realidad corpórea, que tiene caracteres opuestos. Y estas determinaciones
hubieron de servir de base a todos los ulteriores tratamientos filosóficos
del alma.
Entre ellos, es el de Aristóteles el de mayor
importancia, porque las determinaciones que Aristóteles atribuye al ser
psíquico, de acuerdo con su concepto sobre el ser, habrían de servir, por
mucho tiempo, como modelo de buena parte de las doctrinas acerca del alma.
Según Aristóteles, el Alma es la sustancia del cuerpo. La define como
«el acto final (entelequia) y primero de un cuerpo que tiene la vida
en potencia». El Alma se halla respecto al cuerpo como el acto de la visión
respecto al órgano visual: constituye la realización de la capacidad, que es
privativa de un cuerpo orgánico. Como todo instrumento tiene su función, que
es el acto o actividad del instrumento (como, por ejemplo, la función del
hacha al cortar), de tal manera el organismo, en cuanto instrumento, tiene la
función de vivir y pensar, y el acto de esta función es el Alma (De an.,
II, 1, 412a 10). Por lo tanto, el alma no es separable del cuerpo o por lo
menos no son separables del cuerpo las partes del Alma que constituyen la
actividad de las partes del cuerpo, ya que nada impide que sean separables
las partes del Alma que no son actividad del cuerpo (Ibid., II, 2. 413
b 26). Como acto o actividad, el Alma es forma, y como forma es sustancia,
en una de las tres determinaciones de la sustancia, que puede ser forma,
materia o el compuesto de materia y forma. En efecto, la materia es potencia,
la forma es acto y todo ser animado se halla compuesto de ambas cosas; pero
en tanto el cuerpo no es el acto del Alma, el Alma es la actividad de un
cuerpo determinado, es decir, la realización de la potencia que es propia de
este cuerpo; por lo que se puede decir que no existe ni sin cuerpo ni como
cuerpo (Ibid., 414a 11).
Estas determinaciones aristotélicas
constituyeron, por muchos siglos, el proyecto total de la «psicología del
Alma». Según los diferentes intereses (metafísico, moral, religioso) que han
presidido el desarrollo de la psicología, en su historia se ha insistido
acerca de una u otra de las determinaciones aristotélicas, las más
importantes de las cuales [35] son: el Alma como sustancia, o sea,
realidad en el más pleno sentido del término; y el Alma como principio
independiente de operaciones, o sea, causa. La finalidad de estas
determinaciones es garantizar un apoyo sólido a las actividades espirituales
y, por tanto, a los valores producidos por tales actividades. La segunda
serie de determinaciones son las de la simplicidad e indivisibilidad, cuya
finalidad es garantizar la impasibilidad del Alma respecto a las mutaciones
corpóreas y, por medio de la corruptibilidad, su inmortalidad. La tercera
determinación importante es su relación con el cuerpo, definida por
Aristóteles como relación de la forma con la materia, del acto con la
potencia. La primera determinación no es negada ni aun por los materialistas.
Epicuro, que concibe el Alma como compuesta de pequeñas partículas sutiles,
difusas por todo el cuerpo, como un soplo cálido, cree, no obstante, que el
Alma tiene la capacidad causal de las sensaciones, capacidad preparada por el
cuerpo y de la que éste participa, pero que en cierta medida es independiente
del cuerpo mismo, ya que cuando el Alma se separa de él, el cuerpo no tiene
ya sensibilidad (Ep. a Erod., 63 ss.). De tal manera, el Alma no es
simple ni inmortal (se disuelve en sus partículas con la muerte del cuerpo);
pero es, sin embargo, una realidad en sí misma, dotada de capacidad causal
propia, indispensable a la vida misma del cuerpo. De manera análoga, los
estoicos sostienen que el Alma es un soplo congénito a nosotros; como
tal es cuerpo, porque si no lo fuera no podría unirse al cuerpo ni separarse
de él, pero puede ser, no obstante, inmortal, de la misma manera que el Alma
del mundo, que es inmortal, de la que forman parte las de los seres animados
y las Alma de los sabios (Dióg. L., VII, 156-57). En este caso la corporeidad
del Alma no le quita la simplicidad ni la inmortalidad; como tampoco se las
quita en la concepción de Tertuliano, que también la considera como un soplo
o flatus de Dios y, por lo tanto, generada, corpórea e inmortal (De
an, 8 ss.).
La aceptación casi universal de la doctrina
aristotélica del Alma tiene una excepción en Plotino. Plotino critica de
igual manera la doctrina que afirma que el Alma es cuerpo y la que sostiene
que el Alma es forma del cuerpo (Enn., IV, 7, 2 ss.; IV, 7, 8, 5). El
motivo es uno solo: Plotino no quiere que el Alma tenga ningún nexo con el
cuerpo y su única preocupación es la de definir la realidad justo en términos
de su dependencia del cuerpo y de todas las determinaciones corpóreas. Por
consiguiente, Plotino acentúa los caracteres divinos del Alma y, por
lo tanto, su unidad, indivisibilidad, ingenerabilidad e incorruptibilidad,
caracteres negativos todos ellos, como son, por lo demás, caracteres
negativos los que Plotino atribuye a Dios. Pero ¿cuál es el camino de acceso
a la realidad del Alma así entendida? Plotino responde que para examinar la
naturaleza de una cosa es necesario considerar la cosa en su pureza, porque
todo lo agregado a la cosa misma es un obstáculo para su conocimiento. Por
consiguiente, para examinar lo que es el alma, es necesario quitarle todo lo
que le sea extraño, es decir, es necesario mirarse a uno mismo y retirarse a
la propia interioridad. De tal modo, la noción de conciencia,
entendida como introspección o replegamiento sobre sí, o reflexión interior,
comienza, por obra de Plotino, teniendo su mejor expresión en la noción del
Alma ya que el Alma misma queda reducida al movimiento de la introspección.
«La sabiduría y la justicia –dice Plotino– no se pueden ver saliendo del Alma;
el Alma ve estas cosas en sí misma, en su reflexión sobre sí misma; en su
primer estado las ve en sí como estatuas que el tiempo ha enmohecido y que
ella limpia. Es como si se tratara de un oro que tuviera un Alma y se
liberara del fango que lo cubriese; al principio, en su ignorancia de sí, no
se vería como oro, pero luego se admiraría a sí mismo, al verse aislado, y no
desearía tener otra belleza extraña, sino que sería tanto más fuerte cuanto
más se lo dejara librado a sí mismo» (Enn., IV, 7, 10). Estas palabras
de Plotino abren las puertas a la otra alternativa de la doctrina del Alma, o
sea, aquella por la cual terminaría siendo sustituida por el concepto de
conciencia. Aquí el recogerse en sí mismo, el abandonarse a sí mismo, la
mirada a la propia interioridad, la actitud de reflexionar sobre sí mismo,
resultan expresiones que sirven [36] para definir un tipo de investigación
que prescinde completamente del cuerpo y, por lo tanto, también de aquello
con lo que el cuerpo nos pone en relación, o sea de las cosas y los demás
hombres (Ibid., V, 3, 1-2).
Los neoplatónicos y los Padres de la Iglesia
oriental repiten las determinaciones neoplatónicas: la inmaterialidad y la
unidad del Alma son los caracteres fundamentales que le reconocen Porfirio
(Stob, Ecl., I, 818) y Proclo (Inst., theol., 15) como también
San Gregorio de Nisa (De. an. et resur., pp. 98 ss.). Pero es, sobre
todo, San Agustín quien recoge la herencia del neoplatonismo y la trasmite al
mundo cristiano, con el reconocimiento de la interioridad espiritual como
camino privilegiado de acceso a la propia realidad del alma.
Este camino de acceso es la experiencia interior,
la reflexión acerca de la propia interioridad, la «confesión» como
reconocimiento de la propia realidad íntima: en una palabra, lo que en
moderno lenguaje se denomina conciencia (véase). En los Soliloquios
(I, 2) San Agustín declara que no desea conocer otra cosa aparte de «Dios y
el Alma». Pero Dios y el Alma no requieren, para él, dos investigaciones
paralelas o de algún modo diferentes, porque Dios se halla en el Alma y se
revela en la más reposada interioridad del Alma misma. «No salgas de ti,
retorna a ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad; y si
encontraras cambiante tu naturaleza, también trasciendes tú mismo» (De
vera rel., § 39). Esta actitud, que domina toda la búsqueda agustiniana,
debería dar frutos más tarde, comenzando por la escolástica tardía. Pero la
escolástica está dominada en su conjunto por la doctrina aristotélica del
Alma, que se vuelve a proponer en los mismos términos a partir de Scoto
Erígena (De divis. nat; II, 23) hasta Duns Scoto (Op. Ox., IV,
43, q. 2), quien se limita a agregar que puesto que el Alma es la
forma del cuerpo, según decía Aristóteles, no puede subsistir al destruirse
el cuerpo y, por lo tanto, la inmortalidad es sólo materia de fe. Las mismas
notas de Santo Tomás (S. Th. I, q. 75; C. Gent., II, 79 ss.) no
agregaron nada a la doctrina aristotélica del Alma, a no ser la mayor
insistencia acerca de la independencia del Alma respecto al cuerpo, con el
fin de garantizar su inmortalidad. La única innovación que presenta la
escolástica agustiniana frente a esta teoría, y en contraste con la dirección
aristotélico-tomista de la propia escolástica, concierne a la relación entre
Alma y cuerpo: la admisión de una forma corporeitatis inherente al
cuerpo como tal, con anterioridad a su unión con el Alma y que lo predispone
a tal unión. La forma corporeitatis es la realidad que posee el cuerpo
humano como cuerpo orgánico, independientemente de su unión con el Alma (Duns
Scoto, Op. Ox., IV, 11, q. 3; Occam, Quodl., II, q. 10). Esta
admisión se halla ligada al reconocimiento de que la materia en general no es
pura potencia, sino que posee, ya como materia, cierta realidad actual que es
precisamente la forma corporeitatis. Véase Agustinismo.
Pero la escolástica del siglo XIV nos ofrece, con
Occam, una innovación muy radical, la duda acerca de la realidad del Alma
intelectiva. En efecto, dice Occam (Quodl., I, q. 10) que por Alma
intelectiva se entiende «una forma inmaterial e incorruptible que está en su
totalidad en la totalidad del cuerpo y la totalidad en cada parte, y no es
posible conocer con evidencia, ni por la razón ni por la experiencia, que
semejante Alma sea forma del cuerpo y que el entendimiento sea propio de tal
sustancia». Las razones que se pueden aducir para la demostración de tal
forma son, por lo demás, dudosas; y en cuanto a la experiencia, todo lo que
experimentamos son la intelección, la volición, &c., operaciones que bien
pueden ser propias de una «forma extensa, generada y corruptible», o sea del
cuerpo mismo. Occam relega a materia de fe, por lo tanto, no solamente la
inmortalidad del Alma (como ya lo había dicho Duns Scoto), sino aun la propia
realidad extensa del alma intelectiva, como supuesto sujeto de operaciones
espirituales, de las que tenemos experiencia. Esta negación se hace, precisamente,
a base de la experiencia que se tiene de los propios actos espirituales
(intelectivos y volitivos), experiencia que, para Occam, es un conocimiento
intuitivo de naturaleza espiritual (cognitio intuitiva intellectiva)
por el cual se hallan inmediatamente presentes los actos o las operaciones
espirituales, en [37] sus singularidades y en sus relaciones recíprocas (In
Sent., pról. q. 1; Quodl., I, q. 14; II, q. 12). Mediante estas
notas se introdujo en la historia de la filosofía el concepto de una experiencia
interna, diferente de la experiencia sensible o externa, en tanto que se
ponía en duda la realidad a la que tal experiencia debía dar acceso, o sea la
realidad del Alma. La experiencia interna se convertiría con Descartes en el
punto de partida de la filosofía moderna.
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La noción del Alma como sustancia sobrevivió a la
crisis del Renacimiento. Ni el materialismo de Telesio ni el de Hobbes fueron
verdaderas y propias negaciones de la sustancialidad del alma. Telesio admite
una sustancia intelectiva, directamente creada e infundida por Dios en el
hombre, sólo para explicar la vida religiosa del hombre, su aspiración a la
trascendencia (De rer. nat., V, 2), pero considera el mismo «espíritu
animal» del que se vale para explicar la sensibilidad, la inteligencia y
también la vida moral del hombre, aun siendo de naturaleza corpórea y
producido por el semen, como realidad en sí, como «sustancia» (Ibid.,
V, 10). En cuanto a Hobbes, declara ilegítimo el paso, formulado por
Descartes, de la proposición «Yo soy una cosa que piensa», que es
indubitable, a la proposición «Yo soy una sustancia pensante», ya que no es
necesario que la cosa que piensa sea pensamiento, pues puede ser el cuerpo
mismo (III Objections, 2). La interpretación materialista del Alma no
niega que sea una «cosa», es decir, una realidad.
Por lo que se refiere a la noción de alma en el
mundo moderno, el desarrollo decisivo se debe a Descartes, en cuya doctrina
la reafirmación de la realidad del Alma se une al reconocimiento de un
privilegiado camino de acceso a tal realidad. Este camino de acceso es el
pensamiento o, mejor dicho, la conciencia (véase). El cogito ergo
sum revela en forma evidente, según Descartes, la sustancia pensante, o
sea, revela «un ser cuya existencia es más conocida que la de los demás, de
manera que puede servir como principio para conocerlos» (Lett. a
Clercelier. en Oeuvres, IV, 443). Ahora bien, el cogito
comprende «todo lo que está en mí y de lo cual soy inmediatamente consciente»
(II Rép., def. I), o sea dudar, comprender, concebir, afirmar, negar,
querer, no querer, imaginar, sentir, &c. De tal manera, la conciencia es
una vía de acceso privilegiada, segura de ser absolutamente indubitable, a
una realidad, la sustancia Alma, que a su vez resulta privilegiada, porque
puede servir como principio para conocer las otras realidades. La misma
conciencia es, por lo demás, en cuanto es testimonio del carácter pasivo de
la facultad sensible, lo que hace pensar en una sustancia o realidad
diferente del Alma y que actúa sobre ella, o sea, en una sustancia
corpórea o extensa que, luego, hace cierta el principio de la veracidad
divina. De tal manera, Descartes ha determinado el desarrollo subjetivista de
la interpretación del Alma como sustancia. Los atributos tradicionales del
Alma, tales como la simplicidad, la indestructibilidad, la unidad, &c.,
subsisten. Pero el camino de acceso a la realidad del Alma tiene el
privilegio de ser el más cierto, porque posee la certeza del cogito.
Con referencia a esta certeza, la de las otras cosas, o sea la de las sustancias
extensas, resulta secundaria y derivada, por ser precisamente mediata de la
conciencia. Ahora bien, este planteamiento es el que domina en todas las
doctrinas modernas. Spinoza y Leibniz traducen el concepto cartesiano del
Alma a términos de su concepto de realidad. Para Spinoza, el Alma es «la idea
de una cosa singular existente en acto» (Eth., II, 11), o sea, la
conciencia correlativa a un cuerpo orgánico. No se puede decir que el Alma
sea sustancia, porque la sustancia es una sola y es Dios. Pero como idea, el
Alma es parte del entendimiento divino infinito, es decir, es una
manifestación necesaria de la sustancia divina (Ibid., II, 9) y por lo
tanto es eterna (Ibid., V, 23). Para Leibniz el alma es una sustancia
espiritual, una mónada que, como un espejo, representa en sí la totalidad del
mundo, pero en sí misma es simple, o sea, sin parte e indivisible (Monad.,
§ 1, 56). A diferencia de las otras mónadas, que son los átomos espirituales
que componen todas las cosas del universo (comprendidas las corpóreas), el
Alma es espíritu, esto es, razón, en cuanto posee las verdades
necesarias y puede, de tal manera, elevarse a los actos [38] reflexivos que
constituyen los objetos principales de nuestros razonamientos (Theod.,
pref.; Monad., § 30). Pero se trata de una diferencia de grado, más
que de calidad: el Alma es solamente una mónada más activa y perfecta, en la
cual las apercepciones, o sea las percepciones claras y distintas, tienen una
parte mayor frente a las pequeñas percepciones o percepciones oscuras y
confusas. La doctrina de Leibniz representa, de tal manera, una reducción al
límite, en el sentido espiritual, del principio cartesiano que daba
privilegio a la conciencia. La «psicología racional» de Wolff, que fue objeto
específico de la crítica de Kant, no es más que la expresión sistemática de
la doctrina de Leibniz.
A partir de Descartes, el concepto de
«conciencia», o sea de totalidad o mundo de la experiencia interna, va
gradualmente obteniendo la primacía en el concepto tradicional de Alma. Ya Descartes
y Leibniz, aun refiriéndose a las determinaciones del Alma como sustancia,
acaban por interpretar a su modo la noción de sustancia: la realidad que
ellos atribuyen al Alma es la revelada y testimoniada por los actos, o por el
acto fundamental de la conciencia como pensamiento, apercepción. etcétera.
Locke, que consideraba que «nos es desconocida la sustancia del espíritu
(como, por lo demás, la del cuerpo) (Essay, II, 23, 30), ha estimado
cierta, de manera privilegiada, la conciencia que el hombre tiene de su
propia existencia, atribuyéndola a un «conocimiento intuitivo» que no es más
que la conciencia de los propios actos espirituales (Ibid., IV, 9, 3).
Por lo demás, Locke ha reconocido en la experiencia interna o reflexión, una
de las fuentes del conocimiento y la ha considerado como «la percepción de
las operaciones interiores de nuestra propia mente al estar ocupada en las
ideas que tiene». Tales operaciones son la percepción, pensamiento, duda,
creencia, razonamiento, conocimiento, voluntad, &c., o sea, por lo
general, todas las diferentes actividades de nuestra propia mente... de que
se tiene conciencia. «Esta fuente de origen de ideas –agrega Locke– la tiene
todo hombre en sí mismo; y aunque no es un sentido, ya que no tiene nada que
ver con objetos externos, con todo, se parece mucho y puede llamársele con
propiedad sentido interno» (Ibid., II, 1, 4). Con esto Locke ha
admitido dos caminos de acceso, paralelos e independientes, a dos realidades
que se presuponen independientes y paralelas, o sea el cuerpo y el alma. Hume
no ha presupuesto la distinción de estas dos realidades ni, consecuentemente,
ha admitido la distinción entre los dos caminos de acceso respectivos. La
realidad sustancial, ya sea de las cosas materiales como la del Alma o del yo,
es una construcción ficticia, que toma el principio de las relaciones de
semejanza y de causalidad de las percepciones que existen entre ellos (Treatise,
I, 4, 2 y 6; Inq. Conc. Underst., XII, 1). Pero los ingredientes
elementales de dichas construcciones, ingredientes que constituyen el único
dato cierto de la experiencia, están constituidos por impresiones y
por ideas y, por lo tanto, son suministrados por la experiencia
interna o conciencia. De tal manera, mientras Hume realiza la demolición
escéptica de la noción de Alma como realidad o sustancia, contribuye, en
igual medida, al establecimiento de la supremacía de la conciencia, cuyos
datos se reconocen como los únicos elementos ciertos del conocimiento humano.
La rivalidad entre las dos nociones de Alma y de
conciencia llega a su punto culminante en la crítica que Kant formula a la
psicología racional, esto es, a la noción de Alma en sus atributos
tradicionales de sustancialidad, simplicidad, unidad y posibilidad de
relaciones con el cuerpo (Crít. R. Pura, Dial. trasc., Paralogismos de
la razón pura). La crítica kantiana afirma que toda la psicología racional se
funda en un «paralogismo», o sea en un error formal de razonamiento o en un
«equívoco», en el sentido de tomar como objeto de conocimiento, al cual se
aplica la categoría de sustancia, el «Yo pienso», que es simple «conciencia»
y que constituye la primera condición del uso mismo de las categorías. «La
unidad de la conciencia –dice Kant– que sirve de fundamento de las
categorías, es tomada aquí por intuición del sujeto, tomado como objeto y al
que se aplica la categoría de sustancia.» Es necesario observar que la
conciencia a que hace [39] referencia Kant es la expresada por la proposición
empírica «Yo pienso», que contiene en sí la proposición «Yo existo» (Ibid.,
Impugnación al argumento de Mendelssohn, nota) y, por lo tanto, la conciencia
de la propia experiencia como determinante, a través de un contenido empírico
dado, o sea, como «espontaneidad» intelectual que no puede obrar sino sobre
un material suministrado por la experiencia. Es, por lo tanto, diferente del conocimiento
de sí mismo, el cual, como todo otro conocimiento, es posible sólo mediante
la aplicación de las categorías a un contenido empírico y es, por lo tanto,
también conocimiento fenoménico» (Ibid., Analítica de los conceptos, §
25). De tal manera la crítica kantiana a la psicología racional y al concepto
de Alma, que constituye su eje, consiste en declarar ilegítima la
transformación de la conciencia en sustancia y, por lo tanto, en la
eliminación de la noción misma de Alma como realidad subsistente por sí
misma.
En cierto sentido esta crítica ha sido decisiva
en la historia de la filosofía, no por el hecho de que los filósofos dejaran
de hablar del Alma en algún sentido, sino porque ese tipo o especie de
realidad que al Alma se atribuye, es entendido en términos de conciencia, a
partir de Kant e incluso reducido, a menudo, a la conciencia misma. Esta
inversión de la relación entre el Alma y la conciencia, mediante la cual la
conciencia, como camino de acceso a la realidad-Alma se transforma en esta
misma realidad, resulta evidente asimismo en las dos grandes corrientes de la
filosofía del siglo XIX, el idealismo y el positivismo. Hegel, por ejemplo,
considera al Alma como el primer grado del desarrollo del Espíritu, que es la
conciencia en su grado más alto, esto es, conciencia de sí y la configura
como «Espíritu subjetivo», o sea, como el espíritu en el aspecto de su
individualidad: «En el Alma se despierta la conciencia; la conciencia se
da como razón que se despierta inmediatamente al conocimiento de sí; y la
razón, mediante su actividad, se libera haciéndose objetividad, conciencia de
su objeto» (Enc., § 387). El primero de estos momentos, o sea el
despertar de la conciencia, es el Alma. Hegel le reconoce las características
tradicionales (sustancialidad, inmaterialidad), pero en el sentido de que
estas características puedan ser referidas a la conciencia. «El Alma –nos
dice– no es inmaterial solamente por sí, sino que es la inmaterialidad
universal de la naturaleza, su simple vida ideal. Es la sustancia y, por lo
tanto, el fundamento absoluto de toda particularidad o individualización del
espíritu, de modo que el espíritu tiene en el Alma la totalidad de la materia
de su determinación y el Alma continúa siendo la idealidad idéntica y
predominante de ésta. Pero en tal determinación todavía abstracta, el Alma es
solamente el sueño del espíritu, el nous pasivo de Aristóteles, que
bajo el aspecto de la posibilidad, es todo» (Ibid, § 389). En otros
términos, que el Alma sea inmaterial significa solamente que la materia no
existe porque «la verdad de la materia es el espíritu»; y que el Alma sea
sustancia sólo significa que el espíritu es también individualidad, o sea
conciencia individual. Las determinaciones tradicionales son conducidas aquí
a significaciones diferentes, condicionadas por la reducción del Alma a la
primera fase del espíritu consciente.
Por otro lado, y con otra intención, el
positivismo efectuaba la misma reducción del Alma a la conciencia, adoptando
y continuando la doctrina del empirismo clásico y especialmente la de Hume.
La intención, aquí, era preparar y fundar una «ciencia» de los hechos
psíquicos que tuviera el mismo rigor que la ciencia de la naturaleza. En esta
dirección el término «Alma» aparece ya como impropio y a menudo es sustituido
por el de espíritu o mente (véase); y, en este sentido, dice
Stuart Mill, por ejemplo, que el espíritu (mind) es la «serie de
nuestras sensaciones», las cuales, además, poseen «una infinita posibilidad
de sentir» (Examination of Hamilton’s Philosophy, pp. 242 ss.)
o, en términos más simples, «lo que siente» (Logic, VI, IV, 1). Los
«fenómenos psíquicos» o «los estados de conciencia», que se explican mediante
las diferentes asociaciones de sus elementos más simples (véase
Asociacionismo), constituyen el objeto de la psicología. Tal «psicología sin
Alma» preside los comienzos de la psicología científica y fue bandera
polémica para eliminar del campo la [40] noción tradicional del Alma como
sustancia.
El término fue y aún es usado para indicar el
conjunto de las experiencias psíquicas, al ser recogidas en una unidad. Así
lo entendió Wundt (Logik, II, pp. 245 ss.), que comprendió el término
unidad como unidad de la conciencia. Y así lo entiende también Dewey: «En
conclusión, se puede afirmar que cuando la palabra Alma queda libre de todas
las huellas del animismo materialista tradicional, denota las cualidades de
las actividades psicofísicas en la medida en que están organizadas en una
unidad. Ciertos cuerpos tienen almas en la misma forma destacada y patente en
que otros tienen fragancia, color y solidez... Decir con énfasis de una
persona particular que tiene Alma o mucha Alma no es proferir una vulgaridad
aplicable por igual a todos los seres humanos. Es expresar la convicción de
que el hombre o la mujer en cuestión tiene en alto grado las cualidades
propias de capacidad de participar sensitiva, rica y coordinadamente en todas
las situaciones de la vida. Igualmente tienen Alma ciertas obras de arte,
musicales, poéticas, pictóricas, arquitectónicas, mientras que otras son
muertas, mecánicas» (Experience and Nature, pp. 293 ss.; trad.
esp.: La experiencia y la Naturaleza, México, 1958, F.C.E.). Pero el
Alma en este sentido ya no es «un habitante del cuerpo»; designa un conjunto
de capacidades o de posibilidades, de las cuales cada hombre en particular o
cada cosa participa más o menos. La última crítica a la noción de Alma es la
formulada por Ryle (Concept of Mind, 1949) que ha bautizado a la concepción
del Alma que remonta a Descartes, como «espectro en la máquina». En realidad
la noción es mucho más antigua, según se ha visto, y debe su fuerza, más que
a su capacidad explicativa, a la garantía que otorga o parece otorgar a
determinados valores. Ryle piensa que la noción es fruto de un error
categorial, que considera que los hechos de la vida mental pertenecen a un
tipo de categoría (o clase de tipos o categorías) lógica (o semántica)
diferente de la categoría a la que pertenecen. Tal error es parecido al que
comete la persona que, luego de haber visitado las aulas, laboratorios,
bibliotecas, museos, oficinas, &c., que constituyen una universidad se
preguntara qué es una universidad y dónde tiene su sede. La universidad no es
una unidad que se agregue a los organismos o a los miembros que la
constituyen y que posea, por lo tanto, una realidad aparte de tales
organismos o miembros. De la misma manera el Alma no tiene realidad fuera de
las manifestaciones singulares, de los comportamientos particulares
superiores que la palabra designa en su conjunto.
En conclusión, aun antes de esta última condena,
la noción tradicional del Alma como una especie de realidad en sí, principio
y fundamento de los hechos denominados psíquicos o mentales, había sido abandonada
y reducida a la noción de una unidad funcional o de una especie de
coordinación y de síntesis entre tales hechos. Pero bajo esta forma, la
noción nos remite a la noción de conciencia.
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Fuente: Nicola Abbagnano, Diccionario de filosofía [1961] Fondo de Cultura Económica, México 1963 (2ª 1974)
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