Ninguna de las preguntas clásicas de la filosofía está más allá del
nivel de comprensión de un niño de siete años. ¿Si existe Dios, por qué
ocurren cosas malas? ¿Cómo sabes que sigue existiendo el mundo al otro
lado de esa puerta cerrada? ¿Estamos hechos solo de una sustancia que se
volverá barro cuando muramos? ¿Si pudieras matar y robar gente sin
consecuencias, solo por diversión, lo harías? Estas preguntas son
naturales. Son las respuestas las que son difíciles.
Hace ocho años, acababa de empezar una serie de estudios empíricos
sobre el comportamiento moral de los expertos en ética. Mi hijo Davy,
que entonces tenía siete años, estaba sentado en su asiento adaptado en
la parte de atrás del coche. “¿Qué crees, Davy?”, le pregunté. “La gente
que piensa mucho sobre lo que es justo y lo que está bien, ¿se portan
mejor que otras personas? ¿Será más normal que sean justos? ¿Será más
normal que sean buenos?”
Davy no respondió inmediatamente. Capté su mirada por el retrovisor.
“Los niños que siempre hablan de ser justos y compartir”, recuerdo
que dijo, “la mayoría de las veces solo quieren que tú seas justo con
ellos y compartas con ellos”.
Cuando conozco a un experto en ética por primera vez (por experto en
ética me refiero a un profesor de filosofía especializado en enseñar e
investigar sobre la ética) tengo costumbre de preguntarle si los
expertos en ética se comportan de manera diferente a otro tipo de
profesores. La mayoría dice que no.
E insisto: ¿Por qué no? ¿No debería el pensar habitualmente en ética
tener algún tipo de influencia en el propio comportamiento? ¿No parece
que debería ser así?
Para mi sorpresa, pocos profesionales parecen haber pensado mucho en
dicha cuestión. Dan respuestas que me dejan pasmado o que son fácilmente
rebatidas, y entonces tienen poco que añadir cuando se les pide
aclaración. Dicen que la ética académica tiene que ver sobre todo con
problemas abstractos y extraños casos a modo de rompecabezas, sin
ninguna conexión con el día a día; una afirmación fácilmente demostrable
como falsa con pocos ejemplos: Aristóteles sobre la virtud, Kant sobre
la mentira, Singer sobre las donaciones solidarias. Dicen: “¿Es que
esperas que los epistemólogos tengan una mejor comprensión de la
realidad? ¿Esperas que los médicos sea menos probable que sean
fumadores?” Respondo que las pruebas empíricas sugieren que los médicos
son menos propensos a ser fumadores que quienes no lo son de similar
entorno socioeconómico. Quizás los epistemólogos no tengan una mejor
comprensión de la realidad, pero esperaría que los especialistas en
feminismo exhibieran menor comportamiento sexista, y si no lo hicieran,
sería un hallazgo interesante. Sugiero que las relaciones entre la
especialización profesional y la vida personal deberían darse de forma
diferente para casos diferentes.
Parece extraño que nuestra profesión tenga tan poco que decir sobre
esta materia. Criticamos a Martin Heidegger por su nazismo, y nos
preguntamos cuán profundamente estaba su nazismo conectado con sus otros
puntos de vista filosóficos. Pero no sentimos la necesidad de volver el
espejo hacia nosotros mismos.
Las mismas cuestiones surgen con el clero. En 2010, presenté algo de
mi trabajo en el Instituto Confucio para Escocia. Posteriormente, se me
acercaron no uno, sino dos obispos. Les pregunté si pensaban que los
sacerdotes, por lo general, se comportaban mejor, igual o peor que los
laicos.
“Más o menos igual”, dijo uno.
“¡Peor!”, dijo el otro.
Ningún religioso me ha expresado nunca la idea de que el clero se
comporte en promedio moralmente mejor que los laicos, a pesar de toda la
inmersión en enseñanza religiosa y conversación ética. Quizás en parte
esto es una muestra de modestia por su profesión. Pero en la mayoría de
sus voces, también oigo algo que suena como auténtica decepción, algún
resto del joven adulto que se dirigió al seminario esperando que sería
de otra forma.
En una serie de estudios empíricos (en su mayoría en colaboración con
el filósofo Joshua Rust, de la Universidad de Stetson), he explorado
empíricamente el comportamiento moral de los profesores de ética. Hasta
donde sé, Josh y yo, somos los únicos en haberlo hecho de forma
sistemática.
Aquí están las dimensiones que hemos estudiado: el voto en elecciones
oficiales, llamar a la madre de uno, comer la carne de mamíferos,
realizar donaciones para caridad, tirar cosas al suelo, charlar o hacer
ruido durante presentaciones de filosofía, responder a correos
electrónicos de estudiantes, ir a conferencias sin pagar la matrícula,
donar sangre, robar libros de la biblioteca, evaluación moral general
realizada por los compañeros de departamento basada en impresiones
personales, honradez al responder a las preguntas del estudio y
afiliación al partido nazi en la Alemania de los años 30 del siglo
pasado.
Obviamente, algunas de las dimensiones anteriores son más
significativas que otras. Van desde cuestiones comparativamente
triviales (tirar cosas al suelo) a decisiones vitales sustanciales
(afiliarse al partido nazi), y desde contribuciones a extraños (donar
sangre) a interacciones personales (llamar a mamá). Algunas de las
dimensiones dependen de la información del propio interesado (no les
preguntamos a las madres de los profesores cuánto duraban las llamadas
realmente).
La mayoría, sin embargo, eran directamente observacionales o
implicaban testimonio de colegas o datos de archivo. En varios casos,
tuvimos autoinformaciones y datos más objetivos. Por ejemplo, pudimos
comparar la participación electoral reportada por los propios profesores
con los registros estatales que mostraban si habían votado y con qué
frecuencia. No encontramos pruebas de que la información aportada por
los propios profesores sobre su comportamiento fuera más precisa o menos
precisa que la de otros grupos que también hubieran informado de sí
mismos.
Los profesionales de la ética no parecen comportarse mejor. En
ninguna ocasión hemos encontrado que los profesores de ética en conjunto
se comporten mejor que grupos de control de otros profesores, en
ninguna de nuestras principales dimensiones estudiadas. Pero tampoco, en
general, parecen comportarse peor (hay algunos resultados
entremezclados para dimensiones secundarias). En su mayor parte, los
profesores de ética no se comportan diferente de los profesores de otro
tipo (expertos en lógica, químicos, historiadores, profesores de lenguas
extranjeras).
Sin embargo, los profesores de ética sí que siguen normas morales más
estrictas en algunas cuestiones, especialmente en vegetarianismo y
donaciones para caridad. Nuestros resultados sobre vegetarianismo fueron
particularmente llamativos. En un estudio sobre profesores de cinco
estados de Estados Unidos, encontramos que el 60% de los profesores de
ética que respondieron al estudio evaluaban “comer regularmente carne de
mamíferos, tales como ternera o cerdo” en algún punto en el lado
“moralmente malo” en una escala de nueve puntos que iba de “moralmente
muy malo” a “moralmente muy bueno”. Por contraste, solo el 19% de los
profesores que no eran filósofos la evaluaron tan mal. ¡Es una
diferencia de opinión bastante grande! Los filósofos no especializados
en ética estaban en un punto intermedio, en torno al 45%. Pero cuando se
les preguntó más tarde en el estudio si habían comido carne de mamífero
en su última comida, no encontramos diferencias estadísticamente
significativas en las respuestas de los grupos; en torno al 38% de los
profesores de todos los grupos respondieron haberlo hecho (incluyendo
37% de los profesores de ética).
Algo similar se dio para las donaciones de caridad. En el mismo
estudio, preguntamos a los profesores qué porcentaje de ingresos, si
debe haber alguno, el profesor medio debería donar para caridad, y más
tarde preguntamos qué porcentaje de ingresos habían entregado
personalmente en el año anterior. Los profesores de ética defendieron
las normas más exigentes: su recomendación media fue el 7%, comparado
con el 5% de los otros dos grupos. Sin embargo, los profesores de ética
no reportaron haber dado un mayor porcentaje de sus ingresos para
caridad que los que no eran filósofos (4% en ambos grupos). Ni el hecho
de añadir un incentivo en forma de donativo a caridad a la mitad de los
encuestados (una promesa de una donación de diez dólares a una
organización benéfica a escoger de una lista) incrementó la probabilidad
de que los profesores de ética completaran el estudio. Curiosamente,
los filósofos que no eran profesores de ética, aunque habían informado
de que eran los que menos entregan para caridad (3%), fueron el único
grupo que respondió a nuestro estudio en mayor porcentaje cuando se les
ofreció el incentivo de la donación para caridad.
¿Deberíamos esperar que los profesores de ética se comporten de forma
especialmente moral como resultado de su entrenamiento (o al menos más
en consonancia con las normas morales que ellos mismos defienden)?
Quizás podemos defender un “no”. Consideremos este experimento mental:
Una profesora de ética enseña el argumento de Peter Singer a favor
del vegetarianismo a sus estudiantes de grado. Dice que encuentra ese
argumento sólido y que desde su punto de vista es moralmente erróneo
comer carne. La clase termina, y la profesora va a la cafetería a por
una hamburguesa con queso. Un estudiante se aproxima a ella y expresa
sorpresa por verla comiendo carne (si no te gusta el vegetarianismo como
cuestión, otro ejemplo podría servir: fidelidad conyugal, donación de
caridad, honradez fiscal, valentía en defensa de los débiles…).
“¿Por qué estás sorprendido?”, pregunta nuestra profesora de ética.
“Sí, es moralmente erróneo que disfrute de esta deliciosa hamburguesa
con queso. Sin embargo, no aspiro a ser una santa. Solo aspiro a ser más
o menos tan buena moralmente como los demás alrededor de mí. Mira esta
cafetería. Casi todo el mundo come carne. ¿Por qué debería sacrificar
este placer, aunque esté mal, mientras los demás no lo hacen? Es más,
sería injusto imponerme una mayor exigencia solo porque soy profesora de
ética. Se me paga para enseñar, investigar y escribir, como a todos los
profesores. Se me paga para aplicar mi talento como erudita para
evaluar argumentos intelectuales sobre el bien y el mal, lo correcto y
lo erróneo. ¡Si quieres que me convierta también en un modelo de
comportamiento, deberías pagarme más!”
“Aún más”, continúa, “si exiges que los profesores de ética vivan de
acuerdo con las normas que defienden, eso pondría una presión
distorsionante de gran importancia en juego. Un profesor de ética que se
sintiera obligado a vivir conforme a lo que enseña sería impulsado a
evitar conclusiones que impliquen grandes sacrificios, tales como que
los ricos deben entregar la mayor parte de su dinero a caridad o que
deberíamos comer solamente un grupo reducido de alimentos. Desconectar
las indagaciones académicas de los profesionales de la ética de sus
elecciones personales les permite considerar los argumentos de forma más
desapasionada. Si nadie espera de nosotros que actuemos conforme a
nuestras opiniones académicas, es más probable que lleguemos a la verdad
moral”.
“En ese caso”, responde el estudiante, “¿está bien moralmente que yo pida una hamburguesa con queso también?”.
“¡No! ¿No me estabas escuchando? Estaría mal. Está mal también para
mí, como acabo de admitir. Recomiendo el aguacate y brotes. Espero que
los argumentos de Singer y los míos ayuden a crear una cultura
permanentemente libre de los daños a los animales y al entorno causados
por comer carne”.
“Esto me recuerda a la actitud de Thomas Jefferson hacia la
esclavitud”, imagino que respondería el estudiante. Quizás el estudiante
es negro.
“Puede ser. Jefferson era un gran hombre. Tuvo el valor de reconocer
que su propio estilo de vida era moralmente odioso. Reconoció su
mediocridad y resistió la tentación de intentar justificarlo con
argumentos lamentables. Anda, toma una patata frita.”
Podríamos llamar esta visión la ética de la hamburguesa con queso.
Cualquiera de nosotros podría fácilmente llegar a ser moralmente
mucho mejor de lo que somos, si así lo eligiéramos. Para los de nosotros
que somos acomodados según los estándares globales, la ruta es directa:
gastar menos en lujos y dar los ahorros a una buena causa. Incluso si
no eres acomodado según los estándares globales, salvo que estés en el
precipicio de la ruina, podrías dar algo más de tu tiempo para ayudar a
otros. No es difícil ver múltiples formas, cada día, en las que se
podría ser más amable con aquellos que se beneficiarían especialmente de
esta bondad.
Y aún así, la mayoría de nosotros elige la mediocridad moral en su
lugar. No se trata de que lo intentemos y fracasemos, o de que tengamos
buenas excusas. Nosotros (la mayoría) de hecho apuntamos a ser
mediocres. La profesora de ética de la hamburguesa con queso es quizás
solamente inusualmente honrada con ella misma sobre esto. Aspiramos a
ser más o menos tan buenos moralmente como nuestros semejantes. Si otros
engañan y les sale bien, queremos hacer lo mismo. No queremos sufrir
por nuestra bondad mientras otros reúnen entre risas el beneficio de la
maldad. Si la vida moralmente buena es incómoda y desagradable, si
implica repetidos y dolorosos sacrificios que no son compensados de
alguna forma, sacrificios que los otros no están haciendo también,
entonces no los queremos.
Trabajos empíricos recientes en psicología moral, especialmente los
realizados por Robert B. Cialdini, profesor emérito en la Universidad
del Estado de Arizona, parecen confirmar esta tendencia general. Es más
probable que la gente tienda a cumplir normas que ve a los demás
cumpliendo, y menos probable que las cumpla que ve a los demás
transgrediendo. Investigaciones empíricas sobre “autoindulgencia moral”
también sugieren que las personas que actúan bien en una ocasión lo usan
como excusa para actuar no tan bien en una ocasión posterior. Miramos a
nuestro alrededor, y entonces nos dirigimos a lo más o menos bueno.
¿En ese caso, para qué sirve la reflexión moral? He aquí una idea.
Quizás nos da el poder para calibrar con mayor precisión nuestro nivel
elegido de mediocridad moral. Me siento en el sofá, descansando mientras
mi mujer recoge los platos de la cena. Sé que sería moralmente mejor
ayudar que continuar relajado. Pero, ¿cómo de malo, exactamente, sería
que no ayudara? ¿Bastante malo? ¿Solo un poco malo? ¿No totalmente malo,
pero también no tan bueno como me gustaría que fuera si no me sintiera
tan flojo? Estas preguntas ocupan mi mente. La mayor parte de las veces,
ya sabemos lo que está bien. No hace falta un esfuerzo o una habilidad
especiales para imaginarlo. Mucho más interesante y práctica es la
pregunta de a qué distancia del ideal nos sentimos cómodos.
Supongamos que es generalmente cierto que nos orientamos para el bien
solo por estándares relativos, más que por absolutos. ¿Qué deberíamos
esperar, entonces, como efecto de descubrir, digamos, que es moralmente
malo comer carne, como parece que la mayoría de los expertos en ética de
los Estados Unidos piensan? Si estás intentando ser solamente tan bueno
como los demás, y no mejor, entonces puedes seguir disfrutando las
hamburguesas con queso. Tu comportamiento podría no cambiar mucho en
general. Lo que cambiaría es esto: tendrías una opinión peor del
comportamiento de (casi) todo el mundo, el tuyo incluido.
Podrías esperar que otros cambiaran. Podrías abogar por un cambio
general de la sociedad; pero no tienes deseos de ser el primero. Quizás
como Jefferson.
Estaba disfrutando de una cena en un restaurante caro con un eminente
experto en ética, al final de una conferencia sobre ética. Le expuse
estas ideas.
“Un notable alto”, me dijo. “Ahí es donde yo apunto”.
Pensé, pero no le dije, que un notable alto sonaba bien. Quizás
también es a lo que apunto yo. Un notable alto en la gran escala moral
de los norteamericanos universitarios blancos de clase media. Dejemos
que otros vayan a por el sobresaliente.
Entonces pensé que la mayoría de los que apuntábamos a un notable
alto probablemente no lo alcanzaríamos. Ya sabes, dado que nos engañamos
a nosotros mismos. Aquí estoy, lejos de mis hijos otra vez, en una
conferencia bien financiada en un bonito hotel de 200 dólares por noche,
principalmente, sospecho, para poder nutrir y disfrutar mi creciente
prestigio como filósofo. ¿Qué clase de persona soy? ¿Qué clase de padre?
¿Notable alto?
(Oh, esto es perdonable, me oigo decir a mí mismo. Soy un modelo de
éxito profesional para los niños, y de independencia. Y la moralidad no
es tan exigente. Y mi trabajo filosófico es una contribución al bien
social general. Y doy, hmm, bueno, algo para caridad, así que por ahí
cumplo. Y estaría muy descorazonado si no pudiera hacer esta clase de
cosas, lo que me haría peor padre y profesor de ética. Además, me lo
debo a mí mismo. Y… ¡Vaya, qué limpiamente encaja lo que quiero hacer
con lo que éticamente es mejor, una vez que lo pienso!)
La mayoría de los filósofos de la antigüedad y los grandes
visionarios morales de las tradiciones de sabiduría religiosa, en
oriente y occidente, encontrarían la ética de la hamburguesa con queso
extraña. La mayoría asumían que el principal objetivo de estudiar ética
era la mejora personal. La mayoría también aceptaban que los filósofos
serían juzgados por sus acciones tanto como por sus palabras. Un gran
filósofo era, o debía ser, un modelo de conducta: un ejemplo viviente de
una vida bien vivida. Sócrates enseñó tanto bebiendo cicuta como con
cualquiera de sus diálogos; Confucio, con su corrección personal,
Siddhartha Gautama, con su renuncia a la riqueza; Jesús, lavando los
pies de sus discípulos. Sócrates no dice: éticamente, lo correcto sería
que yo bebiera esta cicuta, ¡pero huiré en vez de hacerlo! (Quizás
podría haberlo dicho, pero entonces sería otro tipo de modelo de
conducta).
Sería suspicaz con cualquier filósofo del siglo XXI que se ofreciera
como modelo de vida sabia. Los filósofos ya no se supone que sean así; y
aquellos que se consideran a sí mismo sabios en cualquier caso casi
siempre están equivocados. Aún así, pienso que los filósofos de la
antigüedad estaban en lo cierto en algo en los que los expertos en la
ética de la hamburguesa con queso se equivocan.
Quizás en esto: dispongo de los mejores intentos de generaciones
anteriores para expresar su comprensión ética del mundo. Incluso parezco
tener cierta ventaja sobre los filósofos antiguos, en que hay ahora
muchas más generaciones que han dejado textos escritos y varias culturas
diferentes con larga tradición de filosofía escrita que puedo comparar.
Y se me paga, de forma bastante razonable según estándares globales,
para dedicar una gran porción de mi tiempo para pensar sobre este
material. ¿Qué debemos hacer con esta asombrosa oportunidad? ¿Usarla
(como dijo mi hijo de siete años) como una herramienta para convencer a
los de más de que me traten bien? Bueno, supongo que sí, a veces.
¿Usarla para tratar de modificar el comportamiento de otras personas de
forma que hagan el mundo un lugar mejor en general? ¿Simplemente
disfrutar de su poder y belleza por sí mismos? Sí, eso también.
Pero también parece un desperdicio no tratar de usarla para hacerme
un poco mejor éticamente de lo que lo soy actualmente. Parte de lo que
encuentro enervante sobre la ética de la hamburguesa con queso es que
parece muy cómoda con su mediocridad, muy poco interesada en desplegar
sus herramientas filosóficas hacia la mejora personal. Presumiblemente,
si uno se aproxima a ellas de la forma correcta, las grandes tradiciones
de filosofía moral tienen el potencial para ayudarnos a llegar a ser
mejores personas a nivel moral. Pero en la ética de la hamburguesa con
queso, ese potencial se deja de lado.
Los expertos en ética de la hamburguesa se arriesgan al fracaso
intelectual también. La interacción real con una doctrina filosófica
probablemente requiera dar algunos pasos hacia su vivencia. La persona
que da, o al menos trata de dar, pasos personales hacia la honradez
escrupulosa kantiana, o hacia la imparcialidad moziana, o el desapego
budista, o la compasión cristiana, ganan cierto entendimiento práctico
de esas doctrinas que no se puede obtener fácilmente solo a través de la
reflexión intelectual. Una comprensión total de la ética requiere algo
de vivencia de la misma.
Aún más, las doctrinas abstractas carecen de contenido específico si
no son concretadas con una serie de ejemplos concretos. Consideremos la
doctrina “tratad como moralmente iguales a quienes son dignos de
respeto”. ¿Qué cuenta como seguimiento de esta norma, y qué constituye
una transgresión de la misma? Solo cuando entendemos cómo las normas se
aplican en ejemplos concretos las comprendemos realmente. Vivir nuestras
normas, o tratando de vivirlas, fuerza una confrontación absolutamente
concreta con los ejemplos. ¿Requiere tu visión ética realmente que
liberes los esclavos de los que tu estilo de vida depende de forma
crucial? ¿Requiere deshacerse de tu salario y no volver a disfrutar
nunca más de un postre caro? ¿Requiere beberse la cicuta si tus
conciudadanos exigen injustamente que lo hagas?
Pocos expertos en ética son realmente partidarios de la ética de la
hamburguesa con queso, creo, cuando se paran a considerarlo. Sí que
queremos que nuestras reflexiones éticas nos mejoren moralmente un poco.
Pero ahí está la cuestión: nos proponemos solamente llegar a ser un
poco mejores. Nos relajamos un poco cuando nos fijamos en los demás a
nuestro alrededor. Nos conformamos con tratar de alcanzar el notable
alto en lugar del sobresaliente. Y al mismo tiempo, destacamos en la
racionalización y la formulación de excusas, incluso más quizás cuantas
más teorías éticas tenemos a mano. Así que acabamos, de media, más o
menos donde empezamos, comportándonos más o menos igual que cualquier
otro grupo social.
¿Deberíamos tratar de llegar al sobresaliente alto entonces? Siendo
sincero conmigo mismo, no quiero el sacrificio que estoy bastante seguro
que implicaría eso. ¿Debería al menos intentar quedar algo por encima
del notable alto? ¿Debería intentar resueltamente ser mucho mejor que
mis semejantes (sobresaliente o quizás sobresaliente bajo) incluso
aunque no sea un santo? Me preocupa que necesitar verme como una persona
inusualmente excelente a nivel moral probablemente incremente el
autoengaño, la racionalización y la indulgencia en lugar de realmente
mejorarme.
¿Debo redoblar mis esfuerzos para ser más amable y generoso,
combinándolo con recordatorios de humildad sobre mis posibilidades de
éxito? ¡Sí, lo haré hoy! Pero ya siento mi resentimiento subiendo, y aún
no he hecho nada. Quizás podría escapar de ese resentimiento ajustando
mi sentido de la mediocridad hacia arriba. Podría intentar recalibrarlo
rodeándome con semejantes con las mismas ideas sobre la virtud. Pero
evitar la compañía de aquellos que considero moralmente inferiores me
parece más característico de un idiota moralizante que de una persona
genuinamente buena, y la historia de los esfuerzos por implantar
organizaciones unificadas éticamente es desalentadora.
No veo fácil el camino a seguir. Pero ahora me preocupa que esto,
también, sea una forma de poner excusas. Nada nos garantiza el éxito,
así que (¡fiuuu!) puedo quedarme cómodamente en el mismo punto mediocre
al que estoy acostumbrado. Tal derrotismo también encaja estupendamente
con una forma natural de leer los datos de John Rust y míos: dado que
los expertos en ética no se comportan mejor ni peor que otros, la
reflexión filosófica debe ser conductualmente inerte, llevándonos solo a
donde ya íbamos, siendo su poder solo el de proporcionarnos diferentes
palabras con las que decorar nuestras elecciones predeterminadas. Así
que no es culpa mía si mi reflexión filosófica no me ha mejorado.
Rechazo esta conclusión. En lugar de eso, propongo esta idea menos
cómoda: la reflexión filosófica sí tiene el poder de movernos, pero no
es algo hecho. Nos lleva donde no pretendíamos o esperábamos, a veces de
una manera, a menudo de otra, a veces amplificando nuestros fallos e
ilusiones, a veces dándonos una comprensión real e inspirándonos a un
cambio moral sustancial. Estas tendencias se entrecruzan y se cancelan
mutuamente de formas complejas que son difíciles de detectar
empíricamente. SI pudiéramos notar por adelantado hacia donde nos
llevará nuestra reflexión y cómo, estaríamos implantando un conjunto de
técnicas educativas más que retándonos filosóficamente a nosotros
mismos.
El pensamiento filosófico genuino critica sus estructuras anteriores,
incluso la suposición de que tenemos que ser moralmente buenos. Provoca
daños tan a menudo como ayuda, es libre, salvaje e impredecible,
siempre rompe los moldes. Te llevará a alguna parte, arriba, abajo, de
lado, y no puede saber a dónde por anticipado. Pero eres responsable de
intentar ir en la dirección correcta con él, y también de tu fracaso
cuando no llegues allí.
Eric Schwitzgebel es profesor de filosofía en la Universidad de California. Bloguea en “The Splintered Mind” y su último libro es “Perplejidades de la Consciencia” (2011).
(Traducido desde http://aeon.co/magazine/philosophy/how-often-do-ethics-professors-call-their-mothers)
Fuente: https://masoneriahoy.wordpress.com/
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