El Coro y Orqueta titulares del Teatro Real interpretaron a Beethoven
bajo la dirección musical de Harmunt Haenchen. Yolanda Redondo |
Quien decidió
conmemorar a Santa Teresa y a Cervantes con la IX Sinfonía de Beethoven es
digno de elogio por el acierto, la oportunidad y la valentía de la elección. La
Oda a la Alegría, origen de la magna obra beethoveniana, fue escrita por el
literato alemán Friedrich von Schiller (1759-1805). Se trata de un poema que
expresa el ideal universal de la fraternidad humana. Como ha explicado Esteban
Buch en La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo, tal era el
ideal de la francmasonería que constituyó la principal red de difusión de la
Oda en torno a la Revolución francesa.
Schiller lo recogió de nuevo en su obra
teatral Don Carlos (1787) poniéndolo en boca del marqués de Posa (glorificación
de la libertad luego transformada en inolvidable melodía por Verdi en el dúo
“Dieu, tu semas dans nos âmes” de la homónima ópera). No deja de ser curioso:
las ideas revolucionarias del autor del Don Carlos (la obra que tanto
contribuyó a la difusión de la leyenda negra y que deja bastante mal parados a
Felipe II y a la princesa de Éboli) resonando en la catedral primada de las
Españas gracias a la música del no menos revolucionario Beethoven en homenaje a
dos héroes culturales hispanos.
Pero si esto es posible
es gracias a otra cualidad de la Sinfonía también subrayada por Buch: la de
servir como símbolo plural del que, desde sus inicios, se han querido y podidos
apropiar los ideólogos y políticos más dispares. “Los comunistas”, escribe
Buch, “oyeron en ella el evangelio de un mundo sin clases; los católicos, el
Evangelio a secas; los demócratas, la democracia”. Ningún problema, pues, en
vincularla con Santa Teresa, con Cervantes o con El Greco. Al contrario: esa es
la esencia histórica de la obra.
Paradójicamente, la IX
Sinfonía fue un éxito y un fracaso. No me refiero al concierto de ayer, sino al
día de su estreno en Viena el 9 de mayo de 1824. Un éxito político y estético,
si se quiere, pero un desastre económico. Cuando mostraron a Beethoven la
exigua cuenta de ingresos de taquilla tras el concierto se desmayó y durmió con
la ropa puesta hasta el día siguiente. Y sin embargo, Beethoven había
conseguido el apoyo de la inteligencia vienesa para estrenar su Sinfonía y
partes de la Missa solemnis pues su música era la única capaz de hacer frente
al huracán musical que había significado Rossini, cuyas óperas arrasaban en
Viena desde hacía dos años. Por increíble que parezca, el siglo XIX fue, en lo
musical, el siglo de Rossini y de Beethoven.
Harmunt Haenchen tuvo
ayer muy claro que la Novena es a la historia de la Sinfonía lo que la catedral
de Toledo a la arquitectura gótica. Y para demostrarlo eligió tiempos
sorprendentemente rápidos para una acústica tan desagradecida en los fortísimos
(que abundan en la obra). Ni se entendían las frases musicales ni las cantadas
en los momentos de máxima intensidad, pero daba igual. El texto de Schiller,
por no estar, no estaba ni en el programa de mano. Y sin embargo, Haenchen,
haciendo gala de su conocimiento privilegiado de la historia de la música
sinfónica, estuvo acertado al tratar al coro y a los solistas de la misma
manera que al resto de instrumentos de la orquesta. Beethoven no atendió las
quejas de los cantantes que, en los ensayos para el estreno, le pedían que
rebajara la dificultad. La vocalidad de su Sinfonía era totalmente distinta de
la de Rossini. Así pues, Haenchen, intentando regalarnos una catedral
dentro de otra, construyó sus tutti como potentes columnas para sostener su
edificio sinfónico, para elevarlo con coherencia y equilibrio. Ninguna concesión
a la ñoñería en los momentos más famosos de la obra que sólo adquirieron
sentido en relación con lo que se había escuchado antes. Dominio absoluto de
las proporciones entre unos tiempos y otros y dinámicas bien definidas,
constantes en cada aparición (los pianos, los fuertes, siempre iguales, como
los sillares homogéneos de la fábrica primada). Los momentos mágicos fueron los
de menor intensidad: la sección central del segundo movimiento y, sobre todo,
el tercero, cargado de un lirismo extraordinario.
Para Schumann los
cuatro movimientos de la Novena son como cuatro géneros literarios: el épico,
el cómico, el lírico y el dramático. Tuve la sensación de que Haenchen quiso
poner toda la carga dramática, frente a lo esperado, en el delicado tercer
movimiento, quizá porque era el único que le permitía hacer la mejor música en
un entorno acústicamente inhóspito. Su catedral impresionó tanto como la
nuestra.
José María Domínguez es profesor del máster en Musicología de la Universidad de La Rioja
Fuente: http://www.latribunadetoledo.es/noticia/ZD91B6525-AAAC-2A7F-8854CF6A7C27B3B0/20150329/catedral/dentro/otra
No hay comentarios.:
Publicar un comentario