Hannah
Arendt considera que hay dos formas de establecer un juicio. La primera
coincidiría con lo que todos admitimos que es un juicio frente a un
prejuicio. Así decimos que cuando adjuntamos un predicado de valor a un
sujeto universal estamos ante un prejuicio: “las mujeres son más
sentimentales”; “los árabes son mentirosos” etc…; y, por lo tanto,
consideramos que estamos ante un juicio cuando el sujeto que juzgamos es
particular: “María es una buena madre”; “Pepe es un buen profesor”.
Este modo de juzgar es el más extendido y perfectamente válido para
períodos normales de la Historia o, como no suele haberlos, para asuntos
poco problemáticos de cualquier momento histórico.
Ahora bien, cuando estamos ante un
problema de carácter social o político, según Arendt, estos juicios que
emitimos normalmente se convierten en realidad en prejuicios ya que si
bien juzgamos un particular admitimos sin más el criterio por el cual
juzgamos. Damos por descontado que el significado de “ser una buena
madre” o “ser un buen profesor” es compartido por quien nos escucha. Y
así es, por supuesto, ya que los hablantes de una lengua se entienden
gracias a esos significados compartidos. Ahora bien, esos predicados son
en ciertos momentos de esa clase de evidencias, de sentido común, que
marcan los prejuicios de toda una sociedad. Una sociedad puede
considerar que ser una buena madre consiste en hacer esto y aquello y
que quien no lo hace no es una buena madre. Pueden pasar años y siglos
sin que nadie toque ese predicado, ese prejuicio, hasta el día en que
alguien empieza a discutirlo.
Es esto precisamente lo que hacía
Sócrates, ahora puedo decir que lo he entendido. Sus preguntas apuntaban
a un inconformismo con ciertos significados a partir de los cuales la
sociedad ateniense juzgaba. Cuando alguien decía “X es valiente”,
Sócrates pensaba que se juzgaba algo importante con esa afirmación y por
lo tanto le preguntaba a su interlocutor qué era para él la valentía. Y
lo perseguía hasta que el otro se paraba a pensar en que quizá no
estaba tan claro lo que era la valentía y en que quizá valía la pena
establecer su significado de otra manera. Cuando se llegaba a esto, se
producía lo que Arendt considera de verdad un juicio: juzgar lo
particular en sí mismo, es decir poder llegar a lo que ella llamaba
“validez ejemplar” de algún particular. Yo puedo revolverme contra el
lugar común de lo que es una buena madre y llegar al juicio “María no es
una buena madre como todos dicen. Ser una buena madre es hacer como
Amparo”, poniendo en este caso como sujeto el predicado al que quiero
cambiar de significado.
Formular un juicio particular a través de
un particular ejemplar es tener una opinión. No todos tenemos por qué
compartir las mismas opiniones, el mundo es plural y las opiniones se
intercambian a través de la palabra libre. Sócrates ayudaba a formarse
opiniones, esa era su respuesta a las situaciones problemáticas de
Atenas. Y su respuesta está muy lejos de buscar una verdad única para
todos. Sócrates nos desea que cada uno de nosotros sepa muy bien qué es
ser justo y honrado y buen ciudadano, pero no repitiendo lugares
comunes, sino formándose una opinión particular que nos tenga siempre
despiertos y preparados ante cualquier verdad autoritaria a la que se
nos quiera doblegar.
Cuando las mujeres quisieron adquirir
protagonismo histórico y ciudadano se pusieron a hacer cómo Sócrates.
¿Por qué “ser una mujer” tiene que ser eso que todos dicen? ¿Por qué
tienen que hacer esto y no hacer aquello? Todavía hoy estamos en el
espacio que han abierto estas preguntas. Y hemos demostrado que más vale
formarse una opinión que aferrarse a una verdad. Platón no es nuestro
amigo.
Fuente: http://filosofiaparaprofanos.com/2013/01/26/mejor-una-opinion-que-la-verdad/
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