Parece
que el Ayuntamiento de Córdoba no es partidario de la religión católica. Empezó
desterrando al Cristo de marfil, para demostrar quién manda en la tierra;
vinieron luego los desaires a las cofradías; y ahora ha suprimido las ayudas
directas a organizaciones asistenciales próximas a la Iglesia. Es posible que
todo sea fruto de la casualidad, y así lo ha resumido un miembro del equipo de
gobierno, aunque gente mal intencionada podría pensar que se está utilizando el
poder como una máquina de limpieza ideológica. Es difícil que personas
intelectualmente refinadas y culturalmente sensibles, como nuestros dirigentes
locales, puedan caer en el exceso de celo laico, porque hace descender la inteligencia
de la cabeza al hígado. Eso no es posible en Córdoba, afortunadamente. En abril
de 1931, el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, recibió en su despacho un
telegrama enviado por el alcalde de un pueblo, redactado en estos términos:
«Proclamada la República. Stop. Dígame qué hago con el cura».
El
presidente de la Fundación Bangassou, Miguel Aguirre, entrevistado por este
periódico, considera que el Ayuntamiento cordobés se muestra muy crítico con
las personas y grupos vinculados a la Iglesia católica. La política religiosa
de la izquierda española actual viene determinada, le parece a uno, por la
confusión entre laicidad y laicismo, términos bien distinguidos en el lenguaje
científico, La laicidad es el reconocimiento de la incompetencia del Estado
para adherirse a un credo religioso, precisamente como garantía de la libertad
religiosa de todos los ciudadanos. La laicidad no es lo contrario de lo
religioso, sino de lo confesional. La laicidad no niega la religión, sino que
la considera una parte de la realidad social y valora su papel histórico. El
laico no puede serlo sin aceptar la existencia de lo religioso, de tal modo que
la laicidad implica la aceptación dialéctica de la religión.
El
laicismo, en cambio, en un sentido amplio, comprende toda concepción del mundo
y de la vida que propugne excluir la religión de la vida pública. Eso supone,
me parece, identificar lo público con lo estatal, los fines e intereses públicos
con los fines e intereses estatales. Como dicen los juristas alemanes, las
Iglesias tienen un cometido público —público, no estatal— en la vida de los
pueblos. Que el Estado sea aconfesional no significa dar por supuesto que los ciudadanos
carecen de religión o que la sociedad en cuanto tal es arreligiosa, y de
ninguna manera puedan, unos y otra, manifestar públicamente su juicio moral
sobre cuestiones de relevancia social. Excluir del debate público las opiniones
de los creyentes, que deben ser sometidas a la crítica o a la adhesión, como
cualquier otro punto de vista, es negar a los ciudadanos creyentes su derecho a
intervenir libremente, con arreglo a sus convicciones, en la configuración
democrática de la vida pública.
Esta
es la versión moderada del laicismo, la que quiere reducir la religión al
ámbito de la conciencia. Hay también una modalidad agresiva, religiófoba,
revientamisas, cocinacristos, asaltacapillas, comecuras, quemaconventos, que no
tiene que ver con la laicidad, sino con la psiquiatría. El progreso ha
encarnado esta especialidad científica en alegres muchachas de Podemos
interrumpiendo una celebración litúrgica católica, desnudas de cintura para
arriba, oreando al aire fresco de la libertad religiosa sus dos únicas
neuronas. «Arderéis como en el 36». Sí, pero hará falta una inteligencia
superior que les explique cómo se enciende la tea.
Fuente: http://sevilla.abc.es/andalucia/cordoba/sevi-laicidad-y-laicismo-201601050832_noticia.html
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