Tenemos pocas
referencias del extraño Evangelio Apócrifo Musulmán que ofrecemos a
continuación. Proviene del Dicctionnaire des Apocryphes del Padre Migne,
donde aparece en el segundo volumen, a modo de nota en el apartado dedicado al
«Evangelio de la Infancia».
Al lector le
corresponde juzgarlo.
Leyenda
bíblica de los musulmanes
Caminando
Jesús un día, cerca del Mar Muerto, encontró un cadáver que yacía en tierra;
rogándole sus discípulos que volviera a la vida ese vestigio de cuerpo humano.
Jesús dirigió sus súplicas a Dios, luego fue hacia el cráneo y le dijo:
«Reanímate, por voluntad de Dios, y cuéntanos lo que has encontrado en la tumba
más allá de la muerte».
El cráneo
volvió a tomar la forma de hombre viviente y dijo: «Sabe, oh profeta de Dios,
que tomé un baño después de divertirme un día con mi mujer, hace ahora cuatro
mil años, siendo atacado por una fiebre que durante siete días resistió todos
los remedios. Al cuarto día me encontraba tan fatigado que todos mis miembros
temblaban y mi lengua estaba pegada al paladar.
Entonces el ángel de la muerte
se me apareció bajo una figura espantosa: su cabeza llegaba hasta el cielo,
mientras que sus pies tocaban la profundidad más remota de la tierra. Sostenía
una espada con la mano derecha y una copa con la izquierda. Cerca de él habían
otros dos ángeles que parecían ser sus servidores. Quise lanzar un grito que
habría podido llegar a todos los habitantes del cielo y de la tierra, pero
ellos se precipitaron sobre mí, me sujetaron la lengua y examinaron todas mis
venas para hacer salir mi alma del cuerpo. Yo les dije: "Ángeles temibles,
daría todo lo que poseo por conservar la vida". Pero uno de ellos me
golpeó tan fuerte en la cara que mi mandíbula quedó destrozada casi por
completo; y me dijo: "¡Enemigo de Dios! Dios no acepta ningún
rescate". Luego el ángel de la muerte levantó su espada por encima de mi
cuello y me tendió la copa que debí vaciar hasta la última gota. Esta fue mi
muerte.
Fui lavado,
envuelto en un sudario y amortajado sin tener conocimiento. Cuando mi tumba
estuvo cubierta de tierra, el alma volvió a mi cuerpo, y se apoderó de mi un
gran espanto al encontrarme en la soledad. A continuación, vinieron dos ángeles
con un pergamino y me recitaron todo lo que de bueno y malo había hecho durante
mi vida, ordenándome firmarlo, atestiguando así la exactitud de su contenido.
Cuando lo hube hecho, ataron esta hoja a mi cuello y me dejaron. Después
aparecieron otros dos ángeles de un color azul negruzco, cada uno de ellos
tenía en la mano una columna de fuego; si una brizna de este fuego cayese sobre
la tierra, sería suficiente para incendiarla. Y me gritaron con voz parecida al
trueno: "¿Quién es tu maestro?" El escalofrío me hizo perder la
razón, y, tartamudeando, respondí: "Vosotros sois mis maestros",
replicándome ellos: "Mientes, enemigo de Dios", dándome tal golpe con
una de sus columnas que fui a caer a la séptima tierra. Cuando de nuevo me
encontré en mi tumba dijeron: "Tierra, castiga a este hombre porque ha
sido rebelde a su maestro".
Entonces la
tierra hizo tal fuerza sobre mí que casi todos mis huesos fueron reducidos a
polvo, y ella me dijo: "Enemigo de Dios, te odiaba cuando te paseabas
sobre mi superficie, pero ahora que reposas en mi seno, me vengaré gracias a la
potestad de Dios". Después los ángeles abrieron una puerta del infierno y
dijeron: "Tomad un pecador que no creía en Dios y quemadle". Me
ataron con una cadena de setenta varas de largo y me echaron en medio del
infierno. Tantas veces como las llamas devoraban mi piel, recibía otra a fin de
sufrir de nuevo el tormento de las quemaduras.
También
padecía hambre, pero no recibía otro alimento más que el fruto apestado del árbol
sukum, que no tan sólo aumentaba mi hambre, sino que me causaba una sed
ardiente y crueles dolores por todo el cuerpo. Si pedía agua, me la daban
hirviendo y me clavaban con tal fuerza en la boca el extremo de la cadena que
me ataba manos y pies, que me salía por la espalda».
Cuando Jesús
oyó estas palabras, lloró de compasión y ordenó a la cabeza de muerto describir
con más detalle el Infierno; dijo la cabeza: «Sabe, profeta de Dios, que el
infierno está constituido por siete pisos uno encima del otro. El piso superior
es para los hipócritas, el segundo es para los judíos, el tercero para los
cristianos, el cuarto para los magos, el quinto para quienes llaman mentirosos
a los profetas, el sexto para los adoradores de los ídolos y el séptimo para
los pecadores perteneciente al pueblo de Mahoma, profeta que debe aparecer en
un tiempo más alejado. La estancia en este último es la menos atormentada de
todas, y esos pecadores serán un día puestos de nuevo en libertad por la
plegaria de Mahoma. Pero en los restantes, los tormentos de los pecadores son
tan grandes, que si tu los vieses, oh profeta de Dios, derramarías lágrimas de
piedad, llorando como una madre que ha perdido a su único hijo. El exterior del
infierno es de cobre y el interior de plomo. El lugar es un suplicio creado por
la cólera del Todopoderoso. De todas partes sale fuego que no emite luz alguna,
sino que es negro y derrama un humo espeso y pestilente; este fuego está
alimentado con hombres y figuras de ídolos».
Jesús lloró
largo rato y luego preguntó al cráneo, a qué raza había pertenecido durante su
vida. Le respondió: «Desciendo del profeta Elías» - «¿Qué desearías ahora?» -
«Que Dios me llamara de nuevo a la vida, a fin de que pudiese servirle con todo
mi corazón, para hacerme digno del Paraíso».
Jesús dirigió
su plegaria a Dios y dijo: «Señor, tú conoces a este hombre y a mí mejor de lo
que nos conocemos a nosotros mismos, tú eres Todopoderoso». Y Dios le contestó:
«Esto que él desea, desde hace tiempo yo ya lo había decidido; como que ha hecho
muchos méritos y, sobre todo, se ha mostrado muy caritativo para con los
pobres, volverá al mundo gracias a tu intervención, y si me sirve fielmente,
todos sus pecados le serán perdonados». Entonces Jesús llamó al cráneo y le
dijo: «Vuelve a ser un hombre perfecto por la potestad de Dios». Apenas hubo
pronunciado estas palabras, se levantó un hombre, de apariencia aún más
brillante que en su vida pasada, que dijo: «Yo soy testigo de que no hay más
que un Dios, que Moisés hablaba con Dios, que Isaías es el espíritu y la
palabra de Dios y que Mahoma será el último enviado de Dios. Reconozco que la
resurrección es tan cierta como la muerte y que el infierno y el cielo existen
realmente».
Este hombre
después de su resurrección vivió sesenta y seis años, pasó los días ayunando y
las noches rezando, y hasta su muerte no se desvió ni por un instante del
servicio del Señor.
Cuantos más
milagros hacía Jesús ante los ojos del pueblo, más crecía la incredulidad de
los judíos, pues todo aquello que no podían comprender, lo miraban como efectos
de la magia, en lugar de ver en ello el signo de la misión de Dios. Incluso los
mismos doce apóstoles, a los que él había elegido a fin de expandir su
doctrina, no eran de fe inquebrantable, y un día le pidieron hiciera descender
del cielo una mesa de alimentos. «Tendréis una mesa», respondió una voz que
venía del cielo, «pero aquel que después se mantenga en su incredulidad,
recibirá un duro castigo».
Entonces
descendieron dos nubes llevando una mesa de oro sobre la que había una bandeja
de plata cubierta. Muchos de los israelitas que estaban presentes dijeron entre
ellos: «Ved como el mago ha inventado un nuevo prestigio». De inmediato se
convirtieron en cerdos. Cuando Jesús lo vio, oró diciendo: «Señor, haz que esta
mesa sirva para curarnos y no para condenarnos». Y dijo luego a los apóstoles:
«Que el más eminente de entre vosotros se levante y descubra el plato». Pero
Simón, el más anciano de ellos, dijo: «Señor, tú eres el más digno de ver
primero los platos del cielo». Entonces Jesús se lavó las manos, levantó la
tapa y dijo: «En el nombre de Dios»; y apareció un pescado sin aletas ni
escamas, que desprendía un olor suave como los frutos del paraíso. Alrededor
del pescado habían cinco panecillos y por encima de él, sal, pimienta y otras
especias. Simón preguntó: «Espíritu de Dios, ¿estos manjares son de este mundo
o del otro?». Jesús contestó: «¿Acaso tanto un mundo como el otro, así como
todo lo que encierran, no son obra de Dios? Gozad con el corazón agradecido de
las cosas que el Señor os da y no preguntéis de donde vienen; y que no os
parezca suficientemente maravillosa la aparición de este pescado, pues aún
veréis una maravilla mayor». Se dirigió al pez y le dijo: «Vive por la voluntad
del Señor», y el pescado empezó a moverse, con lo que los apóstoles,
sobrecogidos de espanto, echaron a correr; pero Jesús les volvió a llamar
diciendo: «¿Porqué huís ante aquello que deseáis?». Y dijo al pescado: «Que
seas como antes eras». Y al punto el pescado quedó asado y en el estado que
presentaba al descender del cielo. Los apóstoles rogaron a Jesús que comiera el
primero, pero les dijo: «Yo no lo he deseado; que ahora coma de él aquel que lo
haya deseado». Como se negaran los apóstoles a comer de él, ya que creían que
su petición no estaba exenta de pecado, Jesús llamó a los a muchos ancianos,
mudos, enfermos, ciegos y cojos, y les invitó a comer del pescado. Mil
trescientos vinieron a comer de este pescado, pero así como un pedazo era
cortado, al instante era repuesto, de suerte que el pescado permanecía entero
como si nadie lo hubiese tocado. Además, los invitados no tan sólo quedaron
saciados, sino que fueron curados de todas sus enfermedades. Los viejos fueron
rejuvenecidos, los ciegos recuperaron la vista, los sordos el oído, los mudos
la palabra y los cojos sus pies. Cuando los apóstoles vieron estos casos se
arrepintieron de no haber comido del pescado.
Cuando por
segunda vez, por orden de Jesús, una mesa semejante descendió del cielo, todo
el pueblo, ricos y pobres, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, acudieron a
participar de los manjares de la mesa celeste; lo que duró cuarenta días: al
despuntar el alba, la mesa, transportada por unas nubes, descendía en presencia
de los hijos de Israel, y antes de ponerse el sol, volvía a elevarse y
desaparecer entre las nubes. Sin embargo como mucha gente dudara que realmente
hubiese descendido del cielo, Jesús no oró más para que volviera y amenazó a
los incrédulos con el castigo del Señor. Pero fue destruida toda duda del
corazón de los apóstoles sobre la misión de su Señor, y recorrieron toda
Palestina, ya sea solos o acompañándole, predicando la fe en Dios y en Cristo,
su profeta, y, en conformidad con la nueva revelación, permitiendo el uso de
muchos alimentos que estaban prohibidos a los hijos de Israel.
Pero cuando
Jesús quiso enviarles a otros países para enseñar el Evangelio, se excusaron
debido a su ignorancia de las lenguas extranjeras. Jesús se quejó ante el Señor
de su falta de docilidad, y he aquí al día siguiente habían olvidado su propio
lenguaje, y cada uno de ellos solo podía hablar la lengua del pueblo al que
Jesús quería enviarlo, por lo que ya no tenían ningún motivo para no cumplir
sus órdenes.
Pero mientras
que en el extranjero la verdadera fe encontraba muchos partidarios, iba el
aumento el odio a Jesús de los hijos de Israel, y sobre todo de los patriarcas
y jefes del pueblo, hasta que, finalmente, cuando tenía treinta y tres años,
decidieron quitarle la vida. Pero Dios desbarató todas sus artimañas, y lo
elevó hacia él en el cielo, mientras que otro, a quien Dios había dotado de un
parecido perfecto con Jesús, fue muerto en su lugar.
Las
circunstancias de los últimos momentos de este profeta son explicadas de
diversas maneras por los sabios espíritus en las tradiciones. En su mayoría
cuentan, al respecto, lo siguiente: Los judíos detuvieron a Jesús y sus
discípulos la tarde de la fiesta de Pascua y los encerraron juntos en una casa,
con la intención de juzgar públicamente a Jesús a la mañana siguiente. Pero
Dios le habló de la siguiente manera: «Debes recibir la muerte por mi causa,
pero también debes elevarte hacia mí y ser liberado del poder de los infieles».
Jesús retuvo su aliento y permaneció durante tres horas como muerto. A la
cuarta hora se le apareció el ángel Gabriel y se lo llevó al cielo por una
ventana, sin que lo viera nadie. Pero un judío incrédulo, que se había colocado
dentro de la casa para vigilar a Jesús, a fin de impedir que se escapara, se le
parecía tanto que los mismos apóstoles le tomaron por su profeta; apenas
llegado el nuevo día, fue apaleado por los judíos y llevado por las calles de
Jerusalén. Todo el pueblo corría detrás de él gritando: «Tú que puedes
resucitar a los muertos, ¿por qué no rompes tus ataduras?». Muchos le golpeaban
con ramas espinosas, otros le escupían en la cara, hasta que llegó al lugar de
las ejecuciones donde fue crucificado, sin que nadie pensase que no era el
Cristo.
Pero como
María estaba a punto de sucumbir al dolor que le causaba la muerte ignominiosa
de su hijo, Jesús, bajando del cielo, de le apareció y le dijo: «No te aflijas
a causa de mí, Dios me ha elevado hacia él, y en el día de la resurrección nos
reuniremos. Consuela a mis apóstoles y diles que dispongo de un lugar
afortunado en el cielo, y que, si son firmes en la fe, obtendrán a su vez un
lugar cerca de mí. Cuando se acerque el último día, seré enviado de nuevo sobre
la tierra, y mataré al falso profeta Dadjal y al puerco salvaje, que han
extendido la impiedad sobre la tierra; comenzará entonces el estado de paz y
concordia sobre la tierra, y se verá pastar juntos al cordero y a la hiena.
Quemaré entonces el Evangelio falsificado por sacerdotes impíos, así como la
cruz adorada como un ídolo; y someteré la tierra entera a la doctrina del
profeta Mahoma, que debe ser enviado más tarde».
Después de que
hubo hablado, fue de nuevo elevado al cielo en una nube. María vivió unos seis
años más, teniendo fe en Dios, en su hijo Jesús y en Mahoma, el profeta del que
Jesús, así como Moisés con anterioridad, han anunciado la venida.
Traducción:
J. Mateu
Fuente: http://www.lapuertaonline.es/ar286.html
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