Proverbio egipcio

“El reino de los cielos está dentro de ti; aquel que logre conocerse a sí mismo, lo encontrará” Proverbio egipcio

jueves, 14 de junio de 2018

Robert Ambelain: ¿Hijo del deseo o hijo del tumulto?


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Introducción del libro El hombre que creó a Jesucristo, de Robert Ambelain
 
Costobaro y Saulo tenían también consigo gran número de guerreros, y el hecho de que fueran de sangre real y parientes del rey les hacía gozar de una gran consideración. Pero eran violentos y siempre estaban dispuestos a oprimir a los más débiles...
 flavio josefo Antigüedades judaicas, XX, 8.

Guinneth-Saar, el «Jardín de los príncipes»...
Los rabinos denominan a este valle Kinnereth, según el antiguo nombre que figura en sus escrituras, pero los kanaim, o zelotes, por odio a los incircuncisos privilegiados que tienen allí sus ricas mansio­nes, lo llaman Gehenne-Aretz (de lo que los gentiles hicieron Genesa-ret, debido a una mala pronunciación), es decir el «valle de la aridez», del mismo modo que denominan «negrura» a Mentís, la capital reli­giosa del odiado Egipto, cuando el mismo nombre en egipcio hierático significa «blancura». Juego de palabras, inversión, que a la vez quiere ser maldición, pero que no puede hacer olvidar el viejo dict rabínico:
«De los siete mares que creó el Eterno, el de Kinnereth constituye su mayor gozo...».

En este valle afortunado, situado en la orilla occidental del mar de Galilea, crecen libremente las palmeras datileras, los limoneros, los naranjos, que mezclan sus aromas al de los altos eucaliptos plateados. Todos los árboles frutales (ciruelos, albaricoqueros, melocotoneros e higueras) se asocian a los olivares para ofrecer al hombre el beneficio de sus sabrosos frutos, como si temieran ser desbancados por sus her­manos aristocráticos (adelfas rosas y blancas, con perfume de miel, áloes, agaves) y todas las variedades de flores silvestres (narcisos, ané­monas, etc.). Y cuando llega la primavera, pronto anunciada por el presuntuoso almendro, predomina por encima de todos esos olores el aroma voluptuoso de la acacia silvestre, el árbol que, según Salomón, vela sobre las cenizas de Adoniram, prodigioso derrumbador de las columnas del Templo y esposo secreto de Baikis la misteriosa.
En medio de toda esta flora embriagadora se cruzan, al borde de la orilla, los rosados flamencos, los cormoranes, las pollas de agua, los patos salvajes y los pelícanos; a veces incluso algunos ibis rojizos, aventurados lejos del piadoso Egipto. Durante el día, muy arriba en el cielo, el vuelo del águila real se cruza con el del lento buitre, y cuando llega la noche con su luz rosada, en los aromáticos maquis, compuestos de enebros, madroños y lentiscos, se desliza silencioso e indolente, pero con la vista y el oído al acecho, el ágil y majestuoso guepardo.
Mar adentro, hacia el norte, unas velas blancas inmóviles esperan que el viento de la tarde, procedente del mar de Fenicia, muy próximo, al oeste, permita a los pescadores desplegar su destreza de marinos y conducir a Cafarnaúm y Betsaida los pescados que sus redes han captu­rado.
Éste es el cuadro que nos ofrece de día, en el año 8 del reinado de Tiberio César, el mar de Galilea y sus encantadoras playas alrededor de la desembocadura del Zaimon, que constituye el eje del valle de Guinneth-Saar. Pero una vez de noche, el ambiente es completamente distinto.
A la hora en que comienza este relato de restitución, un poco de luz se refleja sobre las aguas turbias del lago, pues la luna, en su cuarto menguante, ilumina vagamente la cadena montañosa que bordea la orilla oriental. Innumerables estrellas salpican con su brillo el oscuro terciopelo azul del cielo de Galilea, y los pastores, si conocen las constelaciones, pueden ver ascender por oriente a Ibt-al-Jauza, el Hombro del Gigante, estrella que los gentiles llaman Betelgeuse, mientras que Yed-Alphéraz, el Hombro del Corredor celeste, a quien los mis­mos denominan por entonces Markab, culmina en el cenit. La noche es fresca y suave, y la humedad se condensa poco a poco.
En una pequeña península que se adentra en las aguas se yergue una masa oscura. Elevados muros, de más de diez codos de altura, en ligera pendiente que termina en un camino de ronda, sostienen y aíslan un promontorio cubierto por una amplia terraza enlosada. El único acceso posible lo constituye una estrecha puerta de bronce, que se abre hacia una escalera interior tallada en la roca. Sobre esa terraza se eleva una gran mansión de tipo griego, con tres pisos de pérgolas superpues­tas. Alrededor de las columnatas de sostén de estas últimas se enroscan y trepan plantas aromáticas: jazmín y madreselva. Está abierto un único batiente hacia la brisa nocturna que llega de las montañas de la orilla oriental, y de esa abertura sale un tímido haz de luz rojiza, que se extiende sobre la terraza como un mantel de sangre seca. La silueta oscura de un arquero de Nubia en cuclillas e inmóvil frente al parapeto, como una estatua, es lo único que rompe la monotonía del lugar.
Y a intervalos casi regulares, con la monótona cadencia de un eco, se eleva un clamor en el silencio de la noche, un grito que parece caminar a lo largo del camino de ronda, que decrece y que luego vuelve a empezar en crescendo para terminar muy cerca: «Schemero... Schemero... Schemero...»[1]. Son los centinelas, que intercambian el grito de alerta reglamentario, uno detrás de otro, a fin de mantenerse en con­tacto y despiertos.
Y es que esta mansión es la de Cypros, princesa herodiana, la segunda que lleva este nombre, esposa de Antipater II, sobrino de Heredes el Grande, y su aislamiento a casi una milla romana de distan­cia de Tiberíades, la nueva ciudad que erige en honor del emperador Tiberio su hermanastro Heredes Antipas, tetrarca de Galilea, exige una severa vigilancia diurna y nocturna.
Porque no es raro ver descender de los valles perdidos de la alta Galilea a clanes de montañeses peludos y barbudos, armados con lan­zas, con las cortas sicca y el pequeño escudo redondo. Éstos, drogados por el boanerges, el «hijo del trueno», la terrible seta alucinógena,[2] caen sobre las ricas residencias de la dinastía idumea y de sus más importantes oficiales, tanto por amor al pillaje y a la guerra como por odio a los «incircuncisos». Porque entre los galileos es donde se reclu­ían principalmente aquellos a quienes los ocupantes romanos llaman sicarii, los griegos de la Decápolis, zelotes, y los judíos de las diversas sectas, kanaim.
Por eso los arqueros nubios y los guardianes sirios que forman la pequeña guarnición de la mansión de Cypros y de Antipater (una cincuentena de hombres, a lo sumo) tienen siempre a punto la hoguera para dar la señal de alerta, que les bastará con encender por la noche o hacer humear durante el día, a fin de avisar a la guarnición de Tibería­des, apenas se deje oír a lo lejos el ritmo sordo y lancinante de los tamboriles de combate kanaítas.
Esta noche su atención está más alerta que de costumbre, ya que se ha señalado una importante concentración zelote en la orilla sur del mar de Galilea, allá donde el Jordán reanuda su curso. Entre esos hombres, los observadores han reconocido a varios hijos de Judas el Gaulanita, y entre ellos el famoso Ieschuah. De manera que los arque­ros negros de la guardia conservan el arco a punto, con su cuerda alrededor del hombro derecho, y el carcaj de cuero a la espalda, al alcance de la mano, bien provisto de flechas de hierro dentado; de su cintura pende, además, la corta y ancha espada de reglamento. Los mercenarios sirios, por su parte, van armados de una gruesa lanza de hierro, una larga espada y un escudo de madera, recubierto de cuero de rinoceronte o de hipopótamo, pieles llegadas del alto Nilo por la ruta de las caravanas; así están a prueba de dardos y venablos. Todos llevan un casco de metal redondo, sin visera ni cimera.
Pero todo parece en calma. Demetrios, el jefe de la guardia, acaba de volver de su ronda con algunos hombres y dos guepardos sujetos con correas. Y es que esta noche no es como las otras, y Demetrios, un griego de la cercana Decápolis, lo sabe mejor que nadie: Cypros, esposa de Antipater, va a alumbrar a un nuevo hijo. El primero fue una niña. Y si la opinión de la matrona es acertada, el acontecimiento se producirá antes del alba. Por eso Demetrios ha extendido su ronda hasta las tiendas montadas cerca del lago, donde acampan los arqueros negros y los lanceros sirios que no se hallan esta noche de servicio en la mansión. Penetremos con él en ésta.
En una amplia estancia, cuya puerta está abierta de par en par sobre la terraza, lámparas de bronce provistas de aceite de nafta prodi­gan una luz danzarina. Un trípode de plata sostiene una cazoleta de bronce con brasas rojizas sobre las que se han echado virutas de ma­dera de sándalo, y su azulado y aromático humo se eleva despacio y oblicuamente hacia la puerta abierta. Gruesos tapices venidos de muy lejos, unos de Catay y otros de Ecbatana, Edesa o Nyssa, están tirados al azar, los unos sobre los otros, cubriendo las anchas losas de mármol blanco. A lo largo de las paredes se alinean irregularmente cofres de maderas preciosas, con maravillosas incrustaciones de nácar o de mar­fil. Altos y pesados cortinajes de lino, hechos de varias telas gruesas juntas, y cuyos bordados y matices armonizan con el destino y la deco­ración de la estancia a la que están encarados, separan la cámara principesca de las salas colindantes.
Sentadas en el suelo, sobre sus talones, algunas sirvientas judías o beduinas esperan en silencio. La matrona acaba de palpar una vez más el abdomen de la parturienta. Ésta se halla tendida, con su camisón de seda carmesí levantado hasta las axilas. Quizás sea hermosa, pero sus rasgos, deformados por la angustia y los primeros dolores, no permiten juzgarlo en este momento. El lecho de bronce es alto; sus anchas tiras de cuero oloroso, que apenas unas gruesas mantas separan de los riñones de la paciente, no hacen sino acrecentar con su dureza los sufrimientos de ésta.
Uakhaiti, ¿ha regresado el señor? —pregunta en voz baja y can­sada.
No, Lallah.[3] El señor Antipater se ha quedado en Tiberíades, al lado del Tetrarca, y hay pocas posibilidades de que esté aquí antes de que amanezca —responde la joven.
La mujer suspira, luego prosigue:
Uakhaiti, toma tu laúd y cántame la canción de Débora la profe­tisa, el Canto de la Victoria. Mi madre, la reina Mariamna, lo hizo cantar cuando yo nací, pues esperaba dar a luz a un hijo, y no a una hija, como asimismo lo esperaba mi padre, el rey Herodes.[4]
Y Uakhaiti, hermana de leche de Cypros II, como indica su sobre­nombre, toma su laúd y canta:
«¡Despiértate! ¡Despiértate, Débora! Despiértate, despiértate... Y clama un canto nuevo... ¡Oh, Dios! Cuando Tú saliste de Seis, cuando Tú avanzaste por los campos de Idumea, la tierra tembló, los cielos se abrieron, y los montes se derrumbaron ante Ti... Los reyes vinieron... Combatieron... Entonces combatieron los reyes de Canaán... En Taanac, en las aguas de Meguiddo... Pero no se llevaron ningún botín y ningún dinero... El torrente de Kison los arrastró... El torrente de los viejos días... El torrente de Kison... ¡Oh alma mía! Pisotea a los héroes... Entonces los cascos de los caballos resonarán en la huida... En la huida precipitada de los guerreros...»[5]
Cuando expiran los últimos acordes del laúd, la parturienta mur­mura, doliente:
¡Ojalá pudiera alumbrar a un niño! Sigue cantando, Uakhaiti... Sigue cantando la gloria futura de mi hijo...
Y Uakhaiti improvisa un nuevo canto, que evoca por adelantado las grandes hazañas del joven príncipe que, sin lugar a dudas, va a nacer. Imagina, a lo largo de los años, las expediciones nocturnas que llevará a cabo a la cabeza de sus soldados, mientras en su ciudad las mujeres pasarán la noche enfebrecidas, esperando, celosas de las viola­ciones cometidas por sus esposos. Ve la huida precipitada de los gue­rreros nabateos, en medio de los gritos de horror de los niños y de los gemidos de las parturientas, traqueteando a lomos de camellos, y las agotadoras persecuciones, de oasis en oasis. Y para concluir, el incen­dio del campamento enemigo.
Todo esto lo cantaba Uakhaiti con voz apacible, sin ningún gesto inútil, y una tierna sonrisa bailaba sobre sus labios cuando evocaba las futuras matanzas. Y con la misma calma que ella, las otras mu­jeres batían sordamente las palmas siguiendo un ritmo regular, a fin de crear el acompañamiento evocador de los tambores de com­bate.
Durante ese tiempo la matrona había estado muy atareada en vistas al inminente alumbramiento. Primero había atado al muslo izquierdo de la hija de Herodes el Grande la piel abandonada por una víbora del desierto durante su muda.
Lo mismo que esta piel fue expulsada sin dolor, que esta mujer ponga en el mundo a su hijo —había murmurado en fenicio.
Después, por encima de la cabeza de Cypros, fijó en la tapicería mural un pergamino que llevaba inscrito, en hebreo arcaico, transcrito con el cálamo y la tinta rural por un cohén del Templo, el exorcismo tradicional contra las diablesas enemigas de las parturientas: «¡No nos atormentes, Lilith!... ¡Aléjate, Nahema!...». Pero ¿cederían las dos diosas del Abismo ante la orden de un oscuro teúrgo? ¿O se vengarían de otra manera sobre el propio niño? ¿Lo convertirían en enemigo mortal de la religión que había osado afrentarlas?
Por último, como el hijo precedente había nacido muerto, la ma­trona había colocado junto a la cama una olla de barro, nueva, de la que había hecho saltar cuidadosamente el fondo. Apenas saliera la criatura del vientre materno, y franqueara el umbral vaginal, se le haría pasar rápidamente por esta abertura. De esta manera habría franqueado un doble umbral, y no habría de temer franquear ya otro hasta el término normal de sus días. Así pues, se habían tomado todas las precauciones para asegurar a la hija de Herodes el Grande un alumbramiento feliz.
Pero mientras se efectuaban todos estos preparativos se habían precipitado los acontecimientos: Cypros, con los rasgos deformados por el dolor, estaba dando a luz. De su boca torcida se escapaba un gemido ininterrumpido, sus brazos estaban abiertos en un gesto paté­tico, y con las manos arañaba sin cesar los cobertores ya manchados por las aguas amnióticas. Su tórax de pesados senos, sacudido por torsiones espasmódicas, hacía olvidar el rápido vaivén de sus muslos, tan separados como si se tratara de un descuartizamiento, y de sus rodillas, que se levantaban y bajaban sin descanso. Sus negros cabe­llos, pringosos de sudor graso, le cubrían medio rostro, y su boca, muy abierta, intentaba conservar el aire como en una agonía desesperada. Por fin, los riñones se arquearon bruscamente, el vientre se combó un poco más, y un clamor llenó la estancia: proyectado brutalmente a las manos de la matrona, acababa de venir al mundo un recién nacido, y ésta, haciéndolo pasar por el fondo de la olla, tiraba de él hacia sí.
Entonces aumentaron, estridentes, los gritos de alegría histérica de las sirvientas. Era un niño... A partir de ese momento se apresuraron a liberarlo del último lazo materno, aunque sin lavarle las sanies uteri­nas, según costumbre, ya que con estas impurezas se tenía que ahuyen­tar a los malos espíritus que podían penetrar en él con su primera inspiración.
Mira, Lallah... —dijo la matrona presentándole al niño, al que sostenía desnudo frente a ella, sujetándolo por las axilas—. ¡Mira! Tu hijo lleva en el hueco entre los riñones el «signo del bandido»... Puedes estar segura de que será un temible guerrero...
Entonces la madre, a pesar de su debilidad, empezó también a lanzar exclamaciones de alegría:
¡Saúl, hijo mío! ¡Ojalá seas más grande que todos ellos! Aretas te pagará tributo... Los brazos de tus esposas estarán cargados de braza­letes, y harás la razzia de todas las tiendas, desde Petra hasta Tophel... ¡Escuchad, mujeres! Este niño arrebatará todos los camellos a nuestros enemigos, y sobre ellos se llevará a sus mujeres y sus hijas, que dará como esclavas a sus guerreros... ¡De sus lanzas hará gavillas, y sobre esas espigas de muerte plantará sus cabezas! ¡Y con sus escudos enlo­sará los cementerios de nuestros padres! Tras él, las ciudades de nues­tros enemigos arderán, con sus palacios y sus templos...
Luego volvió a caer sobre su manchado lecho, agotada por seme­jante esfuerzo. Entonces las sirvientas volvieron a Cypros sobre su costado derecho, y se dejaron caer con todo su peso sobre la cadera de ésta, una detrás de otra. Después la vendaron con una banda ancha de lino, desde debajo de los senos hasta el pubis, apretando con todas sus fuerzas.
Durante ese tiempo, la matrona había estado aplicando un fuerte masaje al cráneo del bebé, a su rostro, apretándole la nariz y estirán­dole los labios, sin prestar atención a sus gritos. A continuación, tal como se había hecho con la madre, lo inmovilizó estrechamente, como a una momia egipcia, desde los pies hasta la garganta, manteniéndole los bracitos pegados a lo largo del cuerpo con ayuda de una venda ancha de lino. Por último, tras haber extraído por succión algunas gotas de leche del seno izquierdo de Cypros, lo colocó junto a ella, para su primera mamada, y se fue, acabada su función. Las sirvientas se sentaron de nuevo sobre sus talones, en silencio.
¿Así que le llamarás Saúl, Lallah? —preguntó tímidamente Uakhaiti.
Sí —respondió la herodiana, fatigada—. Porque es un viejo nom­bre de Idumea, y es deseo del señor Antipater que se llame así. Entre los reyes que reinaron sobre el país de Edom[6] mucho antes de que los hubiera entre los hijos de Israel, dicen nuestras crónicas que Saúl, de Rejobot, junto al río, reinó después de Semia, y que cuando murió, Baaljamán, hijo de Acbor, reinó en su lugar.[7] Además, ese nombre significa «deseado», y sólo el Señor de los Cielos[8] sabe cuánto he deseado yo a este hijo...
Ese nombre significa también «tumulto», Lallah... —prosiguió Uakhaiti—, de manera que los deseos que has formulado ahora para tu hijo probablemente le serán concedidos por los dioses...
Luego bajó la voz y murmuró algunas palabras al oído de Cypros.
Hazla pasar —dijo ésta con un suspiro. Algunos instantes más tarde, una mujer de edad indefinible vestida de negro, con el rostro medio velado, penetraba en la habitación. Tras inclinarse respetuosamente ante el lecho de la herodiana, sacó de una bolsa que llevaba una escudilla de tierra cocida, llena de una espesa capa de brea solidificada. Luego lanzó sobre las brasas de la cazoleta de bronce un grueso puñado de un perfume compuesto por kussubra, luben, djaui y helbénah[9] y a continuación pasó y volvió a pasar lentamente el plato de barro por el aromático humo, mientras canturreaba a media voz una monótona salmodia. Después regresó junto a la cama, se acurrucó sobre los talones, tomó la mano izquierda de Cypros, que seguía amamantando al recién nacido, y se concentró en la superficie negra y brillante, sin dejar de canturrear su encanta­miento. De pronto, se calló.
Su rostro se había crispado, los ojos estaban dilatados, su mano apretaba más convulsivamente que antes la mano de la herodiana. Esta mujer era fenicia, y la habían hecho venir en secreto desde Ptolemaida, la antigua Akka, (hoy Acre), porque las adivinas corrían peligro de ser condenadas a muerte en tierras de Israel. Pero ante la suma prometida, había cedido, y Uakhaiti, escoltada por dos guardias sirios, había ido a buscarla varios días antes.
Con voz ronca, cambiada, una voz que parecía pertenecer a un ser interior e invisible, Orpa, la adivina, habló:
Este niño tomará las armas muy joven... Lo veo cabalgar con guerreros siendo todavía un niño... No conoce derrotas... ¡Cuántos cautivos! ¡Cuántos cautivos! Cuánta sangre y lágrimas hará derramar... Pero una mujer se cruza en su camino, una joven... Le corta el ca­mino... El pierde su fortuna con los dioses... Su gloria se borra por un tiempo... Ahora es él el perseguido, el vencido... Se diría que las puertas se cierran ante él... No obstante, atraviesa los mares... Y conoce de nuevo el poder. Lo veo al lado de un gran príncipe... En una ciudad inmensa... Y allí trata con poderosos señores... Lleva a cabo una guerra secreta... Y veo arder esa gran ciudad... Y son los hombres de tu hijo quienes la han incendiado.
Se calló repentinamente, como horrorizada.
¡Habla! —ordenó Cypros—. ¿Qué más ves?
Nada, Lallah... —dijo prudentemente la mujer—. Las llamas me deslumbran, no veo nada más... Cuánto fuego... Más fuego todavía... Veo arder a los hombres...
Pero ¿y mi hijo? —preguntó Cypros—. ¿Qué ha sido de él?
Huye... Se embarca a bordo de una nave... Va a ocultarse muy lejos de la gran ciudad... Está salvado...
Cypros había palidecido, y un rictus implacable crispaba sus labios.
Uakhaiti, llama a Demetrios —ordenó. Uakhaiti tomó un mazo de madera de ébano depositado delante de un gong de cobre ricamente trabajado y lo hizo resonar por cuatro veces consecutivas. Un breve instante más tarde, el griego aparecía a la puerta de la terraza, acompañado por dos guardianes.
Uakhaiti, dile que ordene propinarle cincuenta latigazos a esta maldita, por haber osado decir que mi hijo acabaría como un cobarde... Después, que la conduzca a Jerusalén, al cohen-ha-gadol, [10] quien se­guro que obtendrá del procurador Valerius Gratus el permiso para ejecutarla por bruja...
Pero cuando los mercenarios sirios la apresaban, a pesar de su resistencia, e intentaban arrancarla fuera de la estancia, la mujer, espu­meando de rabia, todavía halló la posibilidad de escupir en dirección a Cypros, y gritó:
¡No te lo he dicho todo! A tu hijo le cortarán la cabeza en la ciudad que habrá hecho incendiar... Y tirarán su carroña al osario legal...
Cypros iba a responder, sin duda con órdenes todavía más despiada­das, cuando de pronto, en los grandes cipreses que había allí cerca, un ave nocturna ululó tres veces. Pálidas de miedo, las sirvientas se habían levantado, y Uakhaiti se lanzó a los pies del lecho de la herodiana, murmurando:
¡Lallah! ¡Por todos los dioses! Ten piedad de tu hijo... No agraves ese presagio... No irrites a los baalim...
Muda, desesperada, la herodiana no la oía; contemplaba fijamente al niño, que, en su seno, se había dormido al fin.

 

[1] En arameo: «Centinelas... Centinelas...». Hasta el siglo XIX los ejércitos europeos conservaron el uso de ese grito de control: «¡Centinelas! ¡Estad alerta!».
[2] Boanerges: antiguo término acadio que significa «hijo del trueno» y que designa a una seta alucinógena, la Amonita muscaria, que por aparecer inmediatamente después de la tormenta, fue denomina así por los pueblos primitivos de Sumeria y Acadia. La utilizaban para obtener visiones. Jesús, Santiago y Juan hicieron uso de ella, como lo prueban los evangelios: Marcos, 3, 17 y 21. (Cf. JOHN M. allegro, Le Champignon sacre et la Croix, Albin Michel, París, 1971.
[3] Uakhaiti: hermanita, en árabe. Lallah: señora, en árabe.
[4] Cypros II era judía por parte de su madre, Mariamna, e idumea por parte de su pa­dre, Herodes el Grande.
[5] Jueces, 5, 1-31. Débora, profetisa, esposa de Lapidot, era entonces juez en Israel. Condujo a los guerreros de Neftalí y de Zabulón a la victoria sobre los cananeos. Ese canto de guerra perpetúa su gloria.
[6] Edom era el antiguo nombre de Idumea, el reino de Esaú, hermano gemelo de Ja­cob.
[7] Génesis, 36, 36-38.
[8] Traducción del nombre de Baal-Samín, dios supremo de los idumeos y de los nabateos.
[9] Kussubra: coriandro; luben: incienso macho; djaui: benjuí; helbenah: gálbano.
[10] Cohen-ha-gadol, en hebreo: sumo sacerdote.

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