Introducción
del libro El hombre que creó a Jesucristo, de Robert
Ambelain
Costobaro y Saulo tenían también consigo gran número
de guerreros, y el hecho de que fueran de sangre real y parientes del rey les
hacía gozar de una gran consideración. Pero eran violentos y siempre estaban
dispuestos a oprimir a los más débiles...
flavio josefo Antigüedades
judaicas, XX, 8.
Guinneth-Saar, el
«Jardín de los príncipes»...
Los rabinos
denominan a este valle Kinnereth, según
el antiguo nombre que figura en sus escrituras, pero los kanaim, o zelotes, por
odio a los incircuncisos privilegiados que tienen allí sus ricas mansiones, lo
llaman Gehenne-Aretz (de lo que los
gentiles hicieron Genesa-ret, debido a
una mala pronunciación), es decir el «valle de la aridez», del mismo modo que
denominan «negrura» a Mentís, la capital religiosa del odiado Egipto, cuando
el mismo nombre en egipcio hierático significa «blancura». Juego de palabras,
inversión, que a la vez quiere ser maldición, pero que no puede hacer olvidar
el viejo dict rabínico:
«De
los siete mares que creó el Eterno, el de Kinnereth
constituye su mayor gozo...».
En
este valle afortunado, situado en la orilla occidental del mar de Galilea,
crecen libremente las palmeras datileras, los limoneros, los naranjos, que
mezclan sus aromas al de los altos eucaliptos plateados. Todos los árboles
frutales (ciruelos, albaricoqueros, melocotoneros e higueras) se asocian a los
olivares para ofrecer al hombre el beneficio de sus sabrosos frutos, como si
temieran ser desbancados por sus hermanos aristocráticos (adelfas rosas y
blancas, con perfume de miel, áloes, agaves) y todas las variedades de flores
silvestres (narcisos, anémonas, etc.). Y cuando llega la primavera, pronto
anunciada por el presuntuoso almendro, predomina por encima de todos esos
olores el aroma voluptuoso de la acacia silvestre, el árbol que, según Salomón,
vela sobre las cenizas de Adoniram, prodigioso derrumbador de las columnas del
Templo y esposo secreto de Baikis la misteriosa.
En
medio de toda esta flora embriagadora se cruzan, al borde de la orilla, los
rosados flamencos, los cormoranes, las pollas de agua, los patos salvajes y los
pelícanos; a veces incluso algunos ibis rojizos, aventurados lejos del piadoso
Egipto. Durante el día, muy arriba en el cielo, el vuelo del águila real se
cruza con el del lento buitre, y cuando llega la noche con su luz rosada, en
los aromáticos maquis, compuestos de enebros, madroños y lentiscos, se desliza
silencioso e indolente, pero con la vista y el oído al acecho, el ágil y
majestuoso guepardo.
Mar
adentro, hacia el norte, unas velas blancas inmóviles esperan que el viento de
la tarde, procedente del mar de Fenicia, muy próximo, al oeste, permita a los
pescadores desplegar su destreza de marinos y conducir a Cafarnaúm y Betsaida
los pescados que sus redes han capturado.
Éste
es el cuadro que nos ofrece de día, en el año 8 del reinado de Tiberio César,
el mar de Galilea y sus encantadoras playas alrededor de la desembocadura del
Zaimon, que constituye el eje del valle de Guinneth-Saar.
Pero una vez de noche, el ambiente es completamente distinto.
A
la hora en que comienza este relato de restitución, un poco de luz se refleja
sobre las aguas turbias del lago, pues la luna, en su cuarto menguante, ilumina
vagamente la cadena montañosa que bordea la orilla oriental. Innumerables
estrellas salpican con su brillo el oscuro terciopelo azul del cielo de
Galilea, y los pastores, si conocen las constelaciones, pueden ver ascender por
oriente a Ibt-al-Jauza, el Hombro del
Gigante, estrella que los gentiles llaman Betelgeuse, mientras que Yed-Alphéraz, el Hombro del Corredor
celeste, a quien los mismos denominan por entonces Markab, culmina en el cenit.
La noche es fresca y suave, y la humedad se condensa poco a poco.
En
una pequeña península que se adentra en las aguas se yergue una masa oscura.
Elevados muros, de más de diez codos de altura, en ligera pendiente que termina
en un camino de ronda, sostienen y aíslan un promontorio cubierto por una
amplia terraza enlosada. El único acceso posible lo constituye una estrecha
puerta de bronce, que se abre hacia una escalera interior tallada en la roca.
Sobre esa terraza se eleva una gran mansión de tipo griego, con tres pisos de
pérgolas superpuestas. Alrededor de las columnatas de sostén de estas últimas
se enroscan y trepan plantas aromáticas: jazmín y madreselva. Está abierto un
único batiente hacia la brisa nocturna que llega de las montañas de la orilla
oriental, y de esa abertura sale un tímido haz de luz rojiza, que se extiende
sobre la terraza como un mantel de sangre seca. La silueta oscura de un arquero
de Nubia en cuclillas e inmóvil frente al parapeto, como una estatua, es lo
único que rompe la monotonía del lugar.
Y
a intervalos casi regulares, con la monótona cadencia de un eco, se eleva un
clamor en el silencio de la noche, un grito que parece caminar a lo largo del
camino de ronda, que decrece y que luego vuelve a empezar en crescendo para terminar muy cerca: «Schemero... Schemero... Schemero...»[1].
Son los centinelas, que intercambian el grito de alerta reglamentario, uno
detrás de otro, a fin de mantenerse en contacto y despiertos.
Y
es que esta mansión es la de Cypros, princesa herodiana, la segunda que lleva este
nombre, esposa de Antipater II, sobrino de Heredes el Grande, y su aislamiento
a casi una milla romana de distancia de Tiberíades, la nueva ciudad que erige
en honor del emperador Tiberio su hermanastro Heredes Antipas, tetrarca de
Galilea, exige una severa vigilancia diurna y nocturna.
Porque
no es raro ver descender de los valles perdidos de la alta Galilea a clanes de
montañeses peludos y barbudos, armados con lanzas, con las cortas sicca y el pequeño escudo redondo.
Éstos, drogados por el boanerges, el
«hijo del trueno», la terrible seta alucinógena,[2]
caen sobre las ricas residencias de la dinastía idumea y de sus más importantes
oficiales, tanto por amor al pillaje y a la guerra como por odio a los
«incircuncisos». Porque entre los galileos es donde se recluían principalmente
aquellos a quienes los ocupantes romanos llaman sicarii, los griegos de la Decápolis, zelotes,
y los judíos de las diversas sectas, kanaim.
Por
eso los arqueros nubios y los guardianes sirios que forman la pequeña
guarnición de la mansión de Cypros y de Antipater (una cincuentena de hombres,
a lo sumo) tienen siempre a punto la hoguera para dar la señal de alerta, que
les bastará con encender por la noche o hacer humear durante el día, a fin de
avisar a la guarnición de Tiberíades, apenas se deje oír a lo lejos el ritmo
sordo y lancinante de los tamboriles de combate kanaítas.
Esta
noche su atención está más alerta que de costumbre, ya que se ha señalado una
importante concentración zelote en la orilla sur del mar de Galilea, allá donde
el Jordán reanuda su curso. Entre esos hombres, los observadores han reconocido
a varios hijos de Judas el Gaulanita, y entre ellos el famoso Ieschuah. De
manera que los arqueros negros de la guardia conservan el arco a punto, con su
cuerda alrededor del hombro derecho, y el carcaj de cuero a la espalda, al
alcance de la mano, bien provisto de flechas de hierro dentado; de su cintura
pende, además, la corta y ancha espada de reglamento. Los mercenarios sirios,
por su parte, van armados de una gruesa lanza de hierro, una larga espada y un
escudo de madera, recubierto de cuero de rinoceronte o de hipopótamo, pieles
llegadas del alto Nilo por la ruta de las caravanas; así están a prueba de
dardos y venablos. Todos llevan un casco de metal redondo, sin visera ni
cimera.
Pero
todo parece en calma. Demetrios, el jefe de la guardia, acaba de volver de su
ronda con algunos hombres y dos guepardos sujetos con correas. Y es que esta
noche no es como las otras, y Demetrios, un griego de la cercana Decápolis, lo
sabe mejor que nadie: Cypros, esposa de Antipater, va a alumbrar a un nuevo
hijo. El primero fue una niña. Y si la opinión de la matrona es acertada, el
acontecimiento se producirá antes del alba. Por eso Demetrios ha extendido su
ronda hasta las tiendas montadas cerca del lago, donde acampan los arqueros
negros y los lanceros sirios que no se hallan esta noche de servicio en la
mansión. Penetremos con él en ésta.
En
una amplia estancia, cuya puerta está abierta de par en par sobre la terraza,
lámparas de bronce provistas de aceite de nafta prodigan una luz danzarina. Un
trípode de plata sostiene una cazoleta de bronce con brasas rojizas sobre las
que se han echado virutas de madera de sándalo, y su azulado y aromático humo
se eleva despacio y oblicuamente hacia la puerta abierta. Gruesos tapices
venidos de muy lejos, unos de Catay y otros de Ecbatana, Edesa o Nyssa, están
tirados al azar, los unos sobre los otros, cubriendo las anchas losas de mármol
blanco. A lo largo de las paredes se alinean irregularmente cofres de maderas
preciosas, con maravillosas incrustaciones de nácar o de marfil. Altos y
pesados cortinajes de lino, hechos de varias telas gruesas juntas, y cuyos
bordados y matices armonizan con el destino y la decoración de la estancia a
la que están encarados, separan la cámara principesca de las salas colindantes.
Sentadas
en el suelo, sobre sus talones, algunas sirvientas judías o beduinas esperan en
silencio. La matrona acaba de palpar una vez más el abdomen de la parturienta.
Ésta se halla tendida, con su camisón de seda carmesí levantado hasta las
axilas. Quizás sea hermosa, pero sus rasgos, deformados por la angustia y los
primeros dolores, no permiten juzgarlo en este momento. El lecho de bronce es
alto; sus anchas tiras de cuero oloroso, que apenas unas gruesas mantas separan
de los riñones de la paciente, no hacen sino acrecentar con su dureza los
sufrimientos de ésta.
—Uakhaiti, ¿ha regresado el señor? —pregunta en voz
baja y cansada.
—No, Lallah.[3]
El señor Antipater se ha quedado en Tiberíades, al lado del Tetrarca, y hay
pocas posibilidades de que esté aquí antes de que amanezca —responde la joven.
La
mujer suspira, luego prosigue:
—Uakhaiti, toma tu laúd y cántame la canción de
Débora la profetisa, el Canto de la Victoria.
Mi madre, la reina
Mariamna, lo hizo cantar cuando yo nací, pues esperaba dar a luz a un hijo, y
no a una hija, como asimismo lo esperaba mi padre, el rey Herodes.[4]
Y
Uakhaiti, hermana de leche de Cypros II, como indica su sobrenombre, toma su
laúd y canta:
—«¡Despiértate! ¡Despiértate, Débora! Despiértate,
despiértate... Y clama un canto nuevo... ¡Oh, Dios! Cuando Tú saliste de Seis,
cuando Tú avanzaste por los campos de Idumea, la tierra tembló, los cielos se
abrieron, y los montes se derrumbaron ante Ti... Los reyes vinieron...
Combatieron... Entonces combatieron los reyes de Canaán... En Taanac, en las
aguas de Meguiddo... Pero no se llevaron ningún botín y ningún dinero... El
torrente de Kison los arrastró... El torrente de los viejos días... El torrente
de Kison... ¡Oh alma mía! Pisotea a los héroes... Entonces los cascos de los
caballos resonarán en la huida... En la huida precipitada de los guerreros...»[5]
Cuando
expiran los últimos acordes del laúd, la parturienta murmura, doliente:
—¡Ojalá pudiera alumbrar a un niño! Sigue cantando,
Uakhaiti... Sigue cantando la gloria futura de mi hijo...
Y
Uakhaiti improvisa un nuevo canto, que evoca por adelantado las grandes hazañas
del joven príncipe que, sin lugar a dudas, va a nacer. Imagina, a lo largo de
los años, las expediciones nocturnas que llevará a cabo a la cabeza de sus
soldados, mientras en su ciudad las mujeres pasarán la noche enfebrecidas,
esperando, celosas de las violaciones cometidas por sus esposos. Ve la huida
precipitada de los guerreros nabateos, en medio de los gritos de horror de los
niños y de los gemidos de las parturientas, traqueteando a lomos de camellos, y
las agotadoras persecuciones, de oasis en oasis. Y para concluir, el incendio
del campamento enemigo.
Todo
esto lo cantaba Uakhaiti con voz apacible, sin ningún gesto inútil, y una
tierna sonrisa bailaba sobre sus labios cuando evocaba las futuras matanzas. Y
con la misma calma que ella, las otras mujeres batían sordamente las palmas
siguiendo un ritmo regular, a fin de crear el acompañamiento evocador de los
tambores de combate.
Durante ese tiempo la matrona
había estado muy atareada en vistas al inminente alumbramiento. Primero había
atado al muslo izquierdo de la hija de Herodes el Grande la piel abandonada por
una víbora del desierto durante su muda.
—Lo
mismo que esta piel fue expulsada sin dolor, que esta mujer ponga en el mundo a
su hijo —había murmurado en fenicio.
Después,
por encima de la cabeza de Cypros, fijó en la tapicería mural un pergamino que
llevaba inscrito, en hebreo arcaico, transcrito con el cálamo y la tinta rural
por un cohén del Templo, el exorcismo
tradicional contra las diablesas enemigas de las parturientas: «¡No nos
atormentes, Lilith!... ¡Aléjate, Nahema!...». Pero ¿cederían las dos diosas del
Abismo ante la orden de un oscuro teúrgo? ¿O se vengarían de otra manera sobre
el propio niño? ¿Lo convertirían en enemigo mortal de la religión que había
osado afrentarlas?
Por
último, como el hijo precedente había nacido muerto, la matrona había colocado
junto a la cama una olla de barro, nueva, de la que había hecho saltar
cuidadosamente el fondo. Apenas saliera la criatura del vientre materno, y
franqueara el umbral vaginal, se le haría pasar rápidamente por esta abertura.
De esta manera habría franqueado un doble umbral, y no habría de temer
franquear ya otro hasta el término normal de sus días. Así pues, se habían
tomado todas las precauciones para asegurar a la hija de Herodes el Grande un
alumbramiento feliz.
Pero
mientras se efectuaban todos estos preparativos se habían precipitado los
acontecimientos: Cypros, con los rasgos deformados por el dolor, estaba dando a
luz. De su boca torcida se escapaba un gemido ininterrumpido, sus brazos
estaban abiertos en un gesto patético, y con las manos arañaba sin cesar los
cobertores ya manchados por las aguas amnióticas. Su tórax de pesados senos,
sacudido por torsiones espasmódicas, hacía olvidar el rápido vaivén de sus
muslos, tan separados como si se tratara de un descuartizamiento, y de sus
rodillas, que se levantaban y bajaban sin descanso. Sus negros cabellos,
pringosos de sudor graso, le cubrían medio rostro, y su boca, muy abierta,
intentaba conservar el aire como en una agonía desesperada. Por fin, los riñones
se arquearon bruscamente, el vientre se combó un poco más, y un clamor llenó la
estancia: proyectado brutalmente a las manos de la matrona, acababa de venir al
mundo un recién nacido, y ésta, haciéndolo pasar por el fondo de la olla,
tiraba de él hacia sí.
Entonces
aumentaron, estridentes, los gritos de alegría histérica de las sirvientas. Era
un niño... A partir de ese momento se apresuraron a liberarlo del último lazo
materno, aunque sin lavarle las sanies uterinas, según costumbre, ya que con
estas impurezas se tenía que ahuyentar a los malos espíritus que podían
penetrar en él con su primera inspiración.
—Mira, Lallah... —dijo la matrona presentándole al
niño, al que sostenía desnudo frente a ella, sujetándolo por las axilas—.
¡Mira! Tu hijo lleva en el hueco entre los riñones el «signo del bandido»... Puedes
estar segura de que será un temible guerrero...
Entonces
la madre, a pesar de su debilidad, empezó también a lanzar exclamaciones de
alegría:
—¡Saúl, hijo mío! ¡Ojalá seas más grande que todos
ellos! Aretas te pagará tributo... Los brazos de tus esposas estarán cargados
de brazaletes, y harás la razzia de todas las tiendas, desde Petra hasta
Tophel... ¡Escuchad, mujeres! Este niño arrebatará todos los camellos a
nuestros enemigos, y sobre ellos se llevará a sus mujeres y sus hijas, que dará
como esclavas a sus guerreros... ¡De sus lanzas hará gavillas, y sobre esas
espigas de muerte plantará sus cabezas! ¡Y con sus escudos enlosará los
cementerios de nuestros padres! Tras él, las ciudades de nuestros enemigos
arderán, con sus palacios y sus templos...
Luego
volvió a caer sobre su manchado lecho, agotada por semejante esfuerzo.
Entonces las sirvientas volvieron a Cypros sobre su costado derecho, y se
dejaron caer con todo su peso sobre la cadera de ésta, una detrás de otra.
Después la vendaron con una banda ancha de lino, desde debajo de los senos
hasta el pubis, apretando con todas sus fuerzas.
Durante
ese tiempo, la matrona había estado aplicando un fuerte masaje al cráneo del
bebé, a su rostro, apretándole la nariz y estirándole los labios, sin prestar
atención a sus gritos. A continuación, tal como se había hecho con la madre, lo
inmovilizó estrechamente, como a una momia egipcia, desde los pies hasta la
garganta, manteniéndole los bracitos pegados a lo largo del cuerpo con ayuda de
una venda ancha de lino. Por último, tras haber extraído por succión algunas
gotas de leche del seno izquierdo de Cypros, lo colocó junto a ella, para su
primera mamada, y se fue, acabada su función. Las sirvientas se sentaron de
nuevo sobre sus talones, en silencio.
—¿Así que le llamarás Saúl, Lallah? —preguntó
tímidamente Uakhaiti.
—Sí —respondió la herodiana, fatigada—. Porque es un
viejo nombre de Idumea, y es deseo del señor Antipater que se llame así. Entre
los reyes que reinaron sobre el país de Edom[6]
mucho antes de que los hubiera entre los hijos de Israel, dicen nuestras
crónicas que Saúl, de Rejobot, junto al río, reinó después de Semia, y que
cuando murió, Baaljamán, hijo de Acbor, reinó en su lugar.[7]
Además, ese nombre significa «deseado», y sólo el Señor de los Cielos[8]
sabe cuánto he deseado yo a este hijo...
—Ese nombre significa también «tumulto», Lallah...
—prosiguió Uakhaiti—, de manera que los deseos que has formulado ahora para tu
hijo probablemente le serán concedidos por los dioses...
Luego
bajó la voz y murmuró algunas palabras al oído de Cypros.
—Hazla pasar —dijo ésta con un suspiro. Algunos
instantes más tarde, una mujer de edad indefinible vestida de negro, con el
rostro medio velado, penetraba en la habitación. Tras inclinarse
respetuosamente ante el lecho de la herodiana, sacó de una bolsa que llevaba
una escudilla de tierra cocida, llena de una espesa capa de brea solidificada.
Luego lanzó sobre las brasas de la cazoleta de bronce un grueso puñado de un
perfume compuesto por kussubra, luben,
djaui y helbénah[9]
y a continuación pasó y volvió a pasar lentamente el plato de barro por el
aromático humo, mientras canturreaba a media voz una monótona salmodia. Después
regresó junto a la cama, se acurrucó sobre los talones, tomó la mano izquierda
de Cypros, que seguía amamantando al recién nacido, y se concentró en la
superficie negra y brillante, sin dejar de canturrear su encantamiento. De
pronto, se calló.
Su
rostro se había crispado, los ojos estaban dilatados, su mano apretaba más
convulsivamente que antes la mano de la herodiana. Esta mujer era fenicia, y la
habían hecho venir en secreto desde Ptolemaida, la antigua Akka, (hoy Acre),
porque las adivinas corrían peligro de ser condenadas a muerte en tierras de
Israel. Pero ante la suma prometida, había cedido, y Uakhaiti, escoltada por
dos guardias sirios, había ido a buscarla varios días antes.
Con
voz ronca, cambiada, una voz que parecía pertenecer a un ser interior e
invisible, Orpa, la adivina, habló:
—Este niño tomará las armas muy joven... Lo veo
cabalgar con guerreros siendo todavía un niño... No conoce derrotas... ¡Cuántos
cautivos! ¡Cuántos cautivos! Cuánta sangre y lágrimas hará derramar... Pero una
mujer se cruza en su camino, una joven... Le corta el camino... El pierde su
fortuna con los dioses... Su gloria se borra por un tiempo... Ahora es él el
perseguido, el vencido... Se diría que las puertas se cierran ante él... No
obstante, atraviesa los mares... Y conoce de nuevo el poder. Lo veo al lado de
un gran príncipe... En una ciudad inmensa... Y allí trata con poderosos
señores... Lleva a cabo una guerra secreta... Y veo arder esa gran ciudad... Y
son los hombres de tu hijo quienes la han incendiado.
Se
calló repentinamente, como horrorizada.
—¡Habla! —ordenó Cypros—. ¿Qué más ves?
—Nada, Lallah... —dijo prudentemente la mujer—. Las
llamas me deslumbran, no veo nada más... Cuánto fuego... Más fuego todavía...
Veo arder a los hombres...
—Pero ¿y mi hijo? —preguntó Cypros—. ¿Qué ha sido de
él?
—Huye... Se embarca a bordo de una nave... Va a ocultarse
muy lejos de la gran ciudad... Está salvado...
Cypros
había palidecido, y un rictus implacable crispaba sus labios.
—Uakhaiti, llama a Demetrios —ordenó. Uakhaiti tomó
un mazo de madera de ébano depositado delante de un gong de cobre ricamente
trabajado y lo hizo resonar por cuatro veces consecutivas. Un breve instante
más tarde, el griego aparecía a la puerta de la terraza, acompañado por dos
guardianes.
—Uakhaiti, dile que ordene propinarle cincuenta
latigazos a esta maldita, por haber osado decir que mi hijo acabaría como un
cobarde... Después, que la conduzca a Jerusalén, al cohen-ha-gadol, [10]
quien seguro que obtendrá del procurador Valerius Gratus el permiso para
ejecutarla por bruja...
Pero
cuando los mercenarios sirios la apresaban, a pesar de su resistencia, e
intentaban arrancarla fuera de la estancia, la mujer, espumeando de rabia,
todavía halló la posibilidad de escupir en dirección a Cypros, y gritó:
—¡No te lo he dicho todo! A tu hijo le cortarán la
cabeza en la ciudad que habrá hecho incendiar... Y tirarán su carroña al osario
legal...
Cypros
iba a responder, sin duda con órdenes todavía más despiadadas, cuando de
pronto, en los grandes cipreses que había allí cerca, un ave nocturna ululó
tres veces. Pálidas de miedo, las sirvientas se habían levantado, y Uakhaiti se
lanzó a los pies del lecho de la herodiana, murmurando:
—¡Lallah! ¡Por todos los dioses! Ten piedad de tu
hijo... No agraves ese presagio... No irrites a los baalim...
Muda,
desesperada, la herodiana no la oía; contemplaba fijamente al niño, que, en su
seno, se había dormido al fin.
[1] En arameo:
«Centinelas... Centinelas...». Hasta el siglo XIX los ejércitos europeos
conservaron el uso de ese grito de control: «¡Centinelas! ¡Estad alerta!».
[2] Boanerges: antiguo término acadio que significa «hijo
del trueno» y que designa a una seta alucinógena, la Amonita muscaria, que por aparecer
inmediatamente después de la tormenta, fue denomina así por los pueblos
primitivos de Sumeria y Acadia. La utilizaban para obtener visiones. Jesús,
Santiago y Juan hicieron uso de ella, como lo prueban los evangelios: Marcos,
3, 17 y 21. (Cf. JOHN M. allegro, Le Champignon sacre et la
Croix, Albin Michel, París, 1971.
[4] Cypros II
era judía por parte de su madre, Mariamna, e idumea por parte de su padre,
Herodes el Grande.
[5] Jueces, 5,
1-31. Débora, profetisa, esposa de Lapidot, era entonces juez en Israel.
Condujo a los guerreros de Neftalí y de Zabulón a la victoria sobre los cananeos.
Ese canto de guerra perpetúa su gloria.
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