Durante los siglos XI y XII el
continente europeo experimentó un notable crecimiento demográfico que
conllevó el desarrollo del sector agrícola. Se ampliaron las zonas de
cultivo, que hasta entonces eran solo las tres cuartas partes del
continente, y se introdujeron nuevos métodos de roturación. Esto produjo
un excedente de productos y de mano de obra en los feudos señoriales.
Para los campesinos la ciudad se convirtió en la única salida posible.
Comenzó así una nueva etapa de relaciones entre el campo y la ciudad que
permitieron el paso de una economía autárquica y rural a una economía
de mercado urbana que daría paso inmediatamente a un comercio
internacional como no se había visto en Occidente desde hacía cientos de
años.
Este auge económico trajo consigo el nacimiento de las grandes
ciudades, donde apareció una nueva clase social, la burguesía, formada
por comerciantes y artesanos que se organizaron en asociaciones para
proteger sus intereses. Estas asociaciones recibieron el nombre de
gremios. La palabra “gremio” proviene del latín “gremium” con
el significado de “seno”, “regazo” o “protección”. El denominador común
de todas estas asociaciones profesionales es que tenían como principal
objetivo la protección de sus miembros y los intereses de grupo. También
recibieron el nombre de guildas, un vocablo derivado de la antigua voz germánica gelt
(pago), con la que se indicaba la cantidad que debían entregar los
miembros que entraban a forma parte de una de estas asociaciones.
Uno de los más importantes fue el gremio de los constructores. En la
segunda mitad del siglo XII, sus miembros ya gozaban de un estatus muy
superior al de otros oficios gracias a los privilegios jurídicos y
económicos que les fueron otorgados por monarcas y obispos. Fueron
una de las asociaciones mejor organizadas y más exclusivas de la Edad
Media. Alcanzar el grado de maestro arquitecto equivalía a convertirse
en una de las figuras más importantes del país.
Los gremios eran auténticas escuelas de arquitectura donde se
aprendían, de forma oral y bajo una rigurosa observancia, los
fundamentos del arte y la ciencia de la construcción. Esto propició una
creciente especialización del trabajo que dio paso a una generación de
profesionales que abrieron nuevos caminos en el ejercicio del arte y las
ciencias. Esta cadena de enseñanza, basada en lazos de fraternidad,
constituye una de sus grandes aportaciones y fue una de las vías por las
cuales llegaron a Occidente, gracias a la labor de la escuela de
traductores de Toledo, los textos clásicos griegos y tratados
científicos de matemáticas, geometría y astronomía compilados en lengua
árabe.
En apenas un siglo, entre los años 1150 y 1250, solo en Francia se
llegó a acarrear tanta piedra como en cualquiera de los periodos de la
historia del antiguo Egipto, y asistimos al paso de la construcción de
los monasterios, iglesias y ermitas románicas a la construcción de las
catedrales góticas, cuyas naves y torres se alzaron a unas alturas como
nunca se había visto antes.
El maestro constructor se servía de la piedra, la madera, el hierro,
el vidrio, la cal y la arena; y con la sola ayuda de la escuadra, el
compás y la regla sin marcar era capaz de concebir un recinto que
trataba de ser una imagen del cosmos y un reflejo de las leyes de la
naturaleza, la verdadera razón de sus proporciones dimensiones y
orientación. Un ejercicio donde se conjugaban arte y ciencia formando
una trama que requería unos conocimientos de cuya correcta aplicación no
solo dependían la firmeza y estabilidad del edifico, sino también su
calidad estética y su carga teúrgica.
El aprendiz se instruía en el oficio a través de una serie de
rituales ligados al trabajo y sus herramientas. Una vez demostradas sus
capacidades para el tallado de la piedra continuaba su formación.
Finalmente, si mostraba las habilidades técnicas y artísticas
requeridas, accedía al grado de oficial y durante el ágape le era
otorgado un signo personal de reconocimiento. Las dovelas de un arco,
los remates de una bóveda, las proporciones de un altar o una columna y
las imágenes alegóricas cinceladas en los capiteles y en los canecillos
se convertían entonces en el libro abierto mediante el cual el iniciado
expresaba sus conocimientos del Arte Real, relacionados con la geometría
y el número, el lenguaje del símbolo y la tradición. Un saber que
podemos calificar como “oculto” en el sentido de que solo está al
alcance de quien posee las claves para interpretar un mensaje que nos
remite a un saber ancestral del cual los constructores se decían
legítimos herederos y custodios.
Fuente: http://www.signoslapidarios.org/inicio/articulos/historia-de-la-arquitectura/220-los-gremios-de-constructores
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