ORDENAMIENTO PLANETARIO
La
palabra cosmología proviene de la conjunción de los vocablos
griegos cosmos -mundo, universo- y logos –discurso,
estudio-; en términos generales se trataría del estudio
del universo, por lo que uno de sus problemas más relevantes
consiste en establecer el orden de los cuerpos celestes.
Para Platón, el origen del cosmos tal cual lo conocemos es
obra de un artesano divino, o demiurgo, que tomando como modelo
las Ideas dio forma al orden que percibimos a través
de los sentidos. Desde el momento en que el cosmos fue creado siguiendo
el modelo del mundo inteligible, se presenta como una realidad dotada
de racionalidad, en el sentido de que su forma y su funcionamiento no
son desordenados y arbitrarios, sino que pueden ser conocidos intelectualmente
por el hombre.
Ahora bien, el conocimiento del orden cósmico es superior al
conocimiento inmediato de lo sensible, y a su vez es inferior al conocimiento
de las ideas en sí mismas, por lo que la herramienta que permite
al entendimiento humano discernir este orden cósmico debe ser
justamente aquella que intermedia entre la percepción sensible
y la intelección pura de la idea: el conocimiento matemático.
De este modo fundamenta Platón algo que será una de las
más importantes bases conceptuales de la revolución de
la ciencia en los siglos XVII y XVIII: la necesidad de explicar matemáticamente
los fenómenos físicos y astronómicos.
Para explicar la composición material del universo, parte Platón
de que en el principio de los tiempos existían lo uno y lo otro,
dos sustancias diferentes que sirvieron como base para desprender de
ellas la diversidad de elementos que conocemos, ya que si hubiera sido
una sola, el pasaje de la unidad a la diversidad habría resultado
imposible. La mezcla de lo Uno (1), con lo otro (2) forma una tercera
sustancia (3), que mezclada a su vez con las dos anteriores produce
una cuarta sustancia (4). La suma de las sustancias 1+2+3+4 = 10 da
como resultado la decena, que para Platón -debido a la influencia
pitagórica- era expresión de la perfección y la
completud de la totalidad del cosmos; por tanto no es de extrañar
que para el filósofo griego la decena fuera la síntesis
de la unión de las sustancias originarias.
La mezcla resultante es dividida en dos partes por el demiurgo; con
la primera crea la esfera de las estrellas fijas, que rodea y limita
el universo. El universo es finito y limitado no sólo para Platón
sino para los griegos en general, dado que la idea de infinito era estrechamente
asociada a lo irracional, absurdo e incognoscible. Todas las estrellas
fijas permanecen siempre en el mismo lugar de la esfera, pero no son
totalmente inmóviles, sino que poseen el movimiento de rotación
-giran sobre sí mismas- y el de traslación, ya que la
esfera misma gira alrededor de la tierra.
En esta esfera tienen su morada las almas que han llegado al máximo
grado de perfección moral y conocimiento de las Ideas durante
las sucesivas reencarnaciones en el mundo sensible, viéndose
como consecuencia recompensadas con la eterna contemplación del
orden cósmico.
La otra mitad es dividida en siete esferas interiores a la primera
y exteriores a la Tierra; dichas esferas se ordenan sobre la mezcla
de dos progresiones; la primera de razón = 2: 1, 2, 4, 8; y la
segunda de razón = 3: 3, 9, 27. Corresponden a los siete cuerpos
celestes que por aquél entonces los griegos denominaban planetas:
la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno.
Tanto la esfera exterior al cielo como las siete esferas planetarias
orbitan en torno a la tierra con movimiento circular y uniforme. La
Tierra -esférica al igual que los otros cuerpos celestes- permanece
inmóvil en el centro, y no cae debido al equilibrio que todas
las partes del cosmos mantienen entre sí; el cosmos es esférico,
y la tierra está situada en el centro, por lo que la tierra equidista
de todos los puntos que dan límite al cosmos; de ahí su
carácter inamovible.
En cuanto a las órbitas y velocidades de los sietes astros,
se podría establecer que Mercurio y Venus orbitan a la misma
velocidad que el Sol, pero en sentido contrario a él, mientras
que los cuatro astros restantes -la Luna, Marte, Júpiter y Saturno-
mantienen velocidades distintas a la de los primeros tres y distintas
entre sí. En suma, podríamos decir que existen en el cosmos
platónico 5 velocidades orbitales: la que es común al
Sol, Mercurio y Venus y las cuatro específicas de los cuatro
astros restantes.
En complemento con esto, aparece un segundo principio según
el cual la velocidad es inversamente proporcional a la circunferencia
de la órbita, es decir que los planetas más cercanos a
la tierra giran a mayor velocidad que los más lejanos. Recapitulando:
la Luna orbita a una velocidad mayor que el Sol, Mercurio y Venus; estos
tres orbitan a la misma velocidad, que a su vez es mayor que la de Marte,
siendo la de Marte mayor a la de Júpiter y ésta mayor
a la de Saturno.
En cuanto a los sentidos de la órbita, hay dos posibilidades;
igual y opuesto al del Sol. Para Platón Mercurio y Venus orbitan
en dirección opuesta, pero no incluye ninguna especificación
acerca del sentido del movimiento de los restantes astros. Sin embargo,
asumiendo que para los antiguos griegos el hecho de que la Luna orbitaba
en el mismo sentido que el Sol era tomado como un dato evidente, y que
la retrogradación (movimiento de los planetas en sentido opuesto
al del Sol y la Luna, siempre tomando a la tierra como centro de referencia)
de Venus, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno también era
conocida, no sería absurdo pensar que Platón atribuyera
también a los últimos tres astros una órbita en
sentido opuesto a la del Sol.
Platón afirma que esta disposición de los planetas -ubicación,
velocidad, sentido de la órbita- fue establecida por el demiurgo
en la debida proporción, asegurando la distribución armónica
y mesurada de los cuerpos celestes. Sin embargo, no incluye un concepto
de armonía cósmica que sustente directamente las proporciones
matemáticas postuladas para localizar a los cuerpos celestes,
como tampoco las variantes introducidas en cuando al sentido y velocidad
de sus órbitas.
LA CONCEPCIÓN PLATÓNICA DE LOS PLANETAS
Teoría de los poliedros
La sustancia
utilizada por el demiurgo para crear el mundo sensible -recordemos
que es la mitad de la mezcla de las cuatros sustancias originarias-
se divide, como lo muestra la observación más elemental
en cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Sin embargo,
Platón no los considera como elementos irreductibles, ni
afirma como los presocráticos que uno de ellos sea el origen
de los otros tres, sino que introduce la noción de un principio
contenido en todos los cuerpos, que sostiene los distintos cambios
que constatamos en los cuatro “elementos”. Este principio tampoco es material como en los presocráticos, sino más bien de orden geométrico, ya que aire, fuego mar y tierra están compuestos de partículas indivisibles, a las que llega Platón razonando de la siguiente forma: |
todos los cuerpos poseen profundidad -tienen volumen, son tridimensionales-,
y todo lo que tiene volumen tiene también superficie, por lo
que todos los cuerpos constan de superficies que conforman volúmenes.
A su vez, toda superficie situada sobre un plano puede ser dividida
en triángulos, y por último, todos los triángulos
posibles pueden ser seccionados hasta reducirlos a dos tipos: el rectángulo
isósceles y el rectángulo escaleno; por lo que éstos
dos triángulos conformarían la estructura última
de la realidad.
En este punto, el objetivo de la investigación platónica
consiste en descomponer las estructuras más generales -compartidas
por todos los cuerpos- e inmediatas -ya que son las primeras que conocemos-
de la materia, empezando por el volumen y pasando luego a la superficie,
hasta llegar a un estructura que ya no pueda ser reducida a otra. Podemos
establecer que la estructura última está compuesta por
estos dos triángulos -rectángulo escaleno e isósceles-
desde el momento en que una vez que dividiendo cualquier superficie
obtenemos alguno de estos dos triángulos, podemos seguir efectuando
divisiones que reproduzcan de modo invariante el triángulo obtenido,
por lo que éste sería tendría el carácter
irreductible que le fue negado respectivamente a los elementos, al volumen
y a la superficie.
Si los cuerpos -que son tridimensionales- están formados de
triángulos -que son bidimensionales- debe haber un tipo de entidades
que permitan explicar con precisión el pasaje de los triángulos
a los cuerpos, más claramente el pasaje de la superficie a la
profundidad. Estas entidades deben al mismo tiempo ser tridimensionales
y estar conformadas por triángulos, requisitos que cumplen los
cinco poliedros regulares, sólidos tridimensionales cuyas caras
están compuestas de planos equiláteros. Estos son el
tetraedro, -4 caras triangulares- el cubo, -seis caras cuadradas-
el icosaedro, -20 caras triangulares- el octaedro,
-8 caras triangulares- y el dodecaedro -12 caras pentagonales-.
Los poliedros ofician como corpúsculos tridimensionales mínimos
-son la mínima estructura que se puede obtener con tres dimensiones-
que componen los elementos, de modo que las diferencias en la composición
de los poliedros explican las diferencias entre tierra, fuego, aire
y agua.
Los corpúsculos cúbicos forman la tierra, ya que el cubo
se compone de triángulos -rectángulos isósceles-
distintos a los de los otros poliedros -rectángulos escalenos-
y esto explica porque la tierra no puede transformarse en ninguno de
los otros tres elementos. Además, la tierra es el más
sólido de los cuatro cuerpos, y el cubo es el que tiene la base
más sólida, más estable entre los cuatro poliedros;
de esta forma quedan el cubo y sus respectivos triángulos isósceles
rectángulos identificados como sustrato de la tierra.
Para los tres elementos restantes el criterio es el siguiente: cuanto
menor número de bases tiene un poliedro, mayor movilidad posee;
por lo que al elemento más móvil -más volátil-
le corresponderá el poliedro con menor número de caras.
El fuego -considerado como el elemento de mayor volatilidad- queda así
identificado con el poliedro de menos caras, el tetraedro
(4). Al agua, considerada como elemento menos móvil de los tres,
le corresponde el poliedro de mayor número de caras, el
icosaedro (20), y en un lugar intermedio se sitúa el
aire, identificándose con el octaedro (8 caras).
Queda por último el dodecaedro, a quien Platón
no lo identifica con ningún elemento, asignándole una
función algo extraña en un pasaje que no es del todo claro:
“Quedaba una quinta combinación
-el dodecaedro- de la que dios -el demiurgo- se sirvió para trazar
el plano del universo.”
Este fragmento se presta a diversas interpretaciones; se puede pensar
que el demiurgo tomó el dodecaedro como modelo para dar forma
al universo, y como el modelo siempre es superior a aquello que sirve
de modelo, el universo no es un dodecaedro exacto, sino más bien
una esfera -que siempre se puede inscribir no sólo dentro del
dodecaedro, sino de cualquiera de los poliedros-. Pero también
es plausible interpretar que el dodecaedro no es el modelo sino el quinto
elemento del que están hechas las esferas y cuerpos del mundo
celeste.
Los poliedros regulares según Platón
Como se señaló,
los cinco poliedros tienen en común el hecho de que pueden ser
triangulados, es decir que seccionando sus caras pueden obtenerse triángulos.
Las caras del tetraedro, (4) el octaedro, (8) y el icosaedro (20) están
compuestas de triángulos equiláteros, por lo que el procedimiento
se lleva acabo seccionando cada equilátero a la mitad, de lo
que resultan dos triángulos rectángulos escalenos; luego
se traza una línea desde el vértice formado por la hipotenusa
con el cateto menor de uno de los escalenos hasta la hipotenusa del
otro, -y viceversa- obteniendo así 6 rectángulos escalenos
-ver cuadro-.
En el caso del cubo (6 caras) con una división
basta, ya que trazando las dos diagonales de los cuadrados que conforman
cada cara se obtienen los triángulos rectángulos isósceles;
finalmente el dodecaedro, poliedro de 12 caras pentagonales, no triangulares,
presenta algunas singularidades en su triangulación que merecen
trato aparte.
En el caso de tetraedro, dividiendo de esta manera
los triángulos que conforman cada una de sus cuatro caras se
obtienen seis triángulos rectángulos escalenos, por lo
que la estructura básica del tetraedro, y por tanto del fuego,
estaría compuesta por 24 triángulos rectángulos
escalenos (seis por cara).
De la misma manera el octaedro, estructura básica
del aire, está compuesto de ocho caras en forma de triángulos
equiláteros, de cada una de las cuales se obtienen igualmente
seis rectángulos escalenos, por lo que el octaedro está
compuesto de 48 rectángulos escalenos.
Igualmente el icosaedro -20 caras conformadas por
triángulos equiláteros- sustrato del agua, se conforma
de seis triángulos rectángulos escalenos por cara, lo
que a razón de 20 caras da un total de 120 rectángulos
escalenos.
En cuanto al cubo, sustrato de la tierra, que se
compone de cuatro triángulos isósceles -no escalenos como
en los tres poliedros anteriores- por cada una de las seis caras, lo
que da un total de 24 triángulos rectángulos isósceles.
Desde el momento en que el agua, el aire y el fuego están compuestos
por el mismo tipo de triángulo -rectángulo escaleno- es
posible que cada uno de estos elementos se convierta en el otro. El
pasaje, por ej. del fuego al aire se produce por una redistribución
de los triángulos que en el fuego conformaban un tetraedro, los
cuales al convertirse en aire se reagrupan formando un octaedro. Reformulando
en lenguaje matemático, Platón establece que de un cuerpo
de agua compuesto por 120 triángulos se pueden obtener dos cuerpos
de fuego de 48 triángulos cada uno (suman 96) y uno de fuego
con 24 triángulos (24 + 96 =120). Análogamente, de la
reunión de 5 cuerpos de fuego (24 x 5 = 120) se puede obtener
uno de agua, y del mismo modo con todas las combinaciones posibles.
Esto vale para aire, fuego, agua y sus respectivos poliedros, pero
no para el cubo, ya que los triángulos rectángulos isósceles
que lo componen no pueden formar ninguno de los otros tres poliedros,
por lo que es imposible que la tierra pueda transformarse en alguno
de los otros tres elementos.
La triangulación de los poliedros
Resta por
último el dodecaedro, al cual como se
señaló, Platón le asignaba de un modo no
del todo claro la función de modelo sobre el cual el demiurgo
dio forma esférica al universo o materia de la cual están
hechos los cuerpos celestes. Un dodecaedro se compone de 12 caras pentagonales, siendo posible triangular cada una de ellas en 10 triángulos rectángulos escalenos. Si bien Platón -a diferencia de los otros poliedros- no indica el procedimiento de triangulación, tomando la cara pentagonal del dodecaedro y trazando una línea desde cada vértice hasta el centro, obtenemos cinco triángulos que son isósceles pero no rectángulos. Luego dividimos cada isósceles desde el punto medio de la base hasta el vértice que no pertenece a la base -centro del pentágono- obteniendo así dos triángulos rectángulos escalenos por cada isósceles, sumando 10 en total. |
Siguiendo un procedimiento análogo al del icosaedro
-cuya cara en forma de triángulo equilátero era primero
seccionada en dos obteniendo dos rectángulos escalenos, los cuáles
a su vez pueden dividirse en tres rectángulos escalenos cada
uno- dividimos cada rectángulo escaleno en tres nuevos rectángulos
escalenos, obteniendo así un total de 30 triángulos por
cara. La triangulación del dodecaedro debe contener estos 30
triángulos por cara y no 10, ya que los 10 rectángulos
escalenos resultan de la primera división -a la mitad- del triángulo
equilátero inicial, -que en los otros tres poliedros es una cara,
mientras que en el dodecaedro es 1/5 de la cara- y el número
de triángulo rectángulos escalenos es establecido en los
otros tres poliedros a partir de la segunda división del equilátero
inicial, no de la primera.
A razón de 30 triángulos por cara en un total de 12 caras,
el dodecaedro estaría entonces compuesto de 360 triángulos.
En el caso de los triángulos isósceles rectángulos
que conforman el cubo, podemos establecer que cada uno de sus catetos
= 1. No se trata de un “centímetro” o una medida
geométrica cualquiera; sino de una abstracción matemática
efectuada por Platón partiendo del hecho de que estos triángulos
constituyen la estructura última de la materia, y que por tanto
sus lados deben corresponder a una unidad indivisible, irreductible
a otra cosa. Si los catetos de los isósceles que conforman el
cubo valen 1, entonces, de acuerdo al teorema de Pitágoras, la
hipotenusa valdrá:
El número resultante es la raíz cuadrada de 2 = 1, 414213562373....
Se trata de un número irracional, que daría medida a la
hipotenusa de los isósceles constitutivos del cubo. Los otros
cuatro poliedros están constituidos por triángulos escalenos,
de los cuales podemos igualmente tomar 1 como medida del cateto menor
y 2 como medida del mayor, de aquí que la hipotenusa del escaleno
rectángulo que componen los restantes cuatro poliedros se obtenga
mediante:
El número resultante es la raíz cuadrada de 5 = 2, 236067977...
En ambos casos aparecen números irracionales incluídos
en los triángulos que conforman el sustrato último de
la realidad. Cabe recordar que el descubrimiento de los irracionales
había provocado una aguda crisis en la escuela pitagórica,
afectando seriamente la concepción del número como ente
perfecto y mensurable por definición, y marcando por tanto una
fuerte deficiencia en el intento pitagórico de construir una
cosmología -además de una ética y una física-
de base matemática. Podemos interpretar entonces la teoría
de los poliedros de Platón como un intento de esclarecer el lugar
ocupado en el cosmos por esas nuevas realidades, los números
irracionales, confinándolos al mundo sensible. De este modo la
imposibilidad de extraer conocimientos verdaderos a través de
la experiencia y la simultánea superioridad del mundo de las
Ideas queda evidenciada mediante la demostración matemática
de la irracionalidad del mundo sensible.
Con 26 siglos de conocimiento científico generado desde la época
de Platón hasta la fecha, es natural que hoy en día la
teoría de los poliedros nos parezca una metáfora arbitraria,
un juego antojadizo de un filósofo que interpola asistemáticamente
geometría, física y aritmética. Sin embargo, en
pleno siglo XX Werner Heisenberg -uno de los creadores de la Física
Cuántica-, supo señalar en la doctrina platónica
el antecedente de uno de los más importantes descubrimientos
de la ciencia moderna: la imposibilidad de expresar la constitución
última de la materia en un lenguaje que no sea el matemático:
“Creo que en este punto la física
moderna se ha decidido definitivamente por Platón. Porque realmente
las unidades mínimas de las materia no son objetos en el sentido
ordinario de la palabra; son formas, estructuras o ideas -en el sentido
de Platón- de las que sólo puede hablarse sin equívocos
con el lenguaje matemático” .
Bibliografía
• Abbagnano, Nicolás, Historia de la filosofía, Montaner y Simón, Barcelona, 1978.
• Concepciones antiguas del universo,
http://www.arrakis.es/~xgarciaf/antiguo.htm
• Cortés Morató, Jordi; Martínez Riu, Antoni, Diccionario de filosofía en CD-ROM, Herder S.A. Barcelona, 1996-99.
• Heisenberg, Werner, Más allá de la física, BAC, Madrid, 1964.
• Kirk, C/ Raven, J. Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 1987.
• Mason, Stephen, Historia de las ciencias, Alianza, Madrid, 1986. 5v.
• Platón, Diálogos. Porrúa. México, 1996, Estudio preliminar de Francisco Larroyo.
• Platón, Parménides. Inter- Americana. Bs. As. 1944. Introducción de Rodolfo M. Agoglia.
• Sedwick, W.T, Tyler, H.W, Breve Historia de la Ciencia, Argos. Bs. As. 1950.
• Elena Diez de la Cortina y Juan Antonio Negrete, La filosofía de Platón, editorial Manuscritos, 2013 (libro interactivo para iPad).
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