La tumba del periodista gráfico Eduardo Sojo, también conocido por el seudónimo de Demócrito, cargada de simbolismo. / Jordi Socías |
En las mañanas de otoño, el cementerio civil de Madrid
parece el escenario de una novela gótica, especialmente en su zona
antigua. El aspecto que ofrece, descuidado y decadente, introduce al
visitante en un espacio cargado de símbolos.
Se ven bastantes cruces, más de lo que cabría prever dado el carácter
aconfesional del recinto, y algunas de ellas son ortodoxas. La estrella
de David, también presente, convive con la roja de cinco puntas del
marxismo y con la estrella flamígera de los masones, con el caduceo y la
columna truncada –de resonancias clásicas–, con el puño y la rosa de
los socialistas y las palomas con ramas de olivo. Se ven, en fin, muchos
panteones familiares con nombres extranjeros y otros que son propiedad
de asociaciones, partidos políticos (como Izquierda Republicana) o
sindicatos.
En este rincón exótico de la Necrópolis del Este de Madrid, más
conocido como cementerio de la Almudena, las piedras hablan para
contarnos historias de las muertes que difieren del canon. Por
definición, los cementerios son espacios plurales, donde la diversidad
–ya sea cultural, social, religiosa o de poder– intenta superar la
uniformidad a la que nos conduce la muerte, de ahí que sean uno de los
espacios sociales con mayor carga simbólica.
Hoy, primer día de noviembre, algunos visitantes también pasarán por
aquí para recordar a sus difuntos, en una costumbre inveterada que se
mantiene exclusivamente en los países de tradición católica. La
festividad de Todos los Santos, como muchas otras del santoral
cristiano, se superpone a ritos paganos: en este caso, el origen se
encuentra en el calendario celta, donde Samhain –en la mitad misma del otoño– se consideraba el inicio del Año Nuevo. Samhain era, pues, la antesala del invierno, como Beltane
–el primero de mayo, en el punto central de la primavera– lo era del
verano. Para cristianizar esta celebración druídica, el episcopado
franco formalizó la festividad de Todos los Santos en tiempos de
Carlomagno y a partir de ahí se fue extendiendo por toda la cristiandad.
Donde descansan los librepensadores.
Los cementerios
civiles han sido el reducto de la heterodoxia española y el
enterramiento en ellos representa, aún hoy, una opción política más que
confesional. Este de La Almudena data de 1884. Antes de su creación, los
muertos considerados indignos de recibir sepultura canónica eran
enviados al corralillo, una especie de pasillo extramuros del
camposanto donde iban a parar paganos, judíos e infieles; los no
bautizados en general, incluso niños recién nacidos; herejes y
apóstatas, suicidas, duelistas, pecadores públicos que morían sin
confesar y aquellos que incumplían el precepto pascual. Los suicidas
podían ser liberados de esta condena post mortem si se demostraba que estaban locos.
La simbología masónica se expresa a través de algunos mausoleos, a
pesar de que Franco ordenó en 1938 que todas las inscripciones o
símbolos de carácter masónico o que pudieran ofender a la religión
católica fueran eliminados de los cementerios de la zona nacional en el
plazo de dos meses. De resultas de esta enconada persecución, no es de
extrañar que conservemos esa imagen de secretismo en cuanto a los
francmasones, aunque ellos insisten en que son “discretos, no secretos”.
Proliferan la escuadra y el compás, las ramas de acacia, la estrella
flamígera, la columna truncada o la cuerda de nudos. Una parte de la
masonería del XIX se vio influenciada por el espiritismo o la teosofía y
estas escuelas de pensamiento impregnaron la simbología masónica.
José Jiménez Lozano, premio Cervantes en 2002, reflexionaba así en su magnífico ensayo de 1978 Los cementerios civiles y la heterodoxia española
(Seix Barral): “La condición de españolidad es una expresión
sociopolítica: supone y presupone la fe. Es la Iglesia la que se ha
hecho Estado aquí […]. El cementerio civil supone el fracaso de la
secularización política en España, donde parece que sufrimos de una
incurable impotencia para la laicidad y, por lo tanto, para la
civilidad”.
Cementerios ingleses, brisa marina.
Leyendas de
náufragos fantasmas rodean los orígenes de los cementerios británicos
que acogieron, antes de la creación de los espacios funerarios civiles, a
los muertos diferentes, convirtiéndose así en los primeros
cementerios segregados. El más antiguo es el de Málaga, que continúa
activo –aunque ahora solo acoge cenizas– y data de 1831.
Existe la costumbre de que en cualquier lugar del mundo donde haya un
consulado inglés, ha de haber también un cementerio británico. Aquí,
debido a las relaciones comerciales y políticas con las islas, la
mayoría de ellos se sitúan en ciudades costeras y surgen ante la
negativa de la Iglesia católica de enterrar en suelo cristianizado
cualquier cuerpo susceptible de contaminarlo. Así, se dio el caso de que
el cadáver de un alto funcionario inglés fuera arrojado al mar y que
los pescadores lo sacaran de allí, para dejarlo a merced de la carroña,
ante el temor de que el hereje les estropeara la pesca. El suceso data
de 1622 y tuvo lugar en Santander.
Además del bellísimo cementerio malagueño de San Jorge, catalogado
como bien de interés cultural, están en activo unas 25 necrópolis y aún
quedan otros que se mantienen con carácter patrimonial. El del monte Urgull, en San Sebastián, exhibe aún ante los paseantes mausoleos con referencias marinas.
Del rito a la arqueología.
Los datos sobre la
preferencia de los españoles a ser incinerados apuntan a una paulatina
desaparición de los cementerios tal y como hasta hoy los concebimos.
Desde que en 1964 la Iglesia católica lo autorizó –lo que aún no se
admite en otras religiones mayoritarias–, los porcentajes de
incineración se han ido incrementando exponencialmente.
El primer crematorio se abrió en Madrid en 1973, con la idea de ser
utilizado por los extranjeros que morían en España, y ese año se
incineró allí a 14 personas. En 1980 solo se escogió esta opción para un
1,5% de los difuntos, de los cuales casi la mitad eran extranjeros. Los
porcentajes van aumentando –en Madrid, por ejemplo, en 1992, un 20%; en
2006, un 40%– hasta sobrepasar largamente el 50% en las grandes
ciudades, alcanzando una media del 35% en el conjunto del país, según un
estudio elaborado el año pasado por la Confederación de Consumidores y
Usuarios (CECU).
Es de prever que, en el futuro, los cementerios queden como espacios
patrimoniales donde las piedras nos relatarán la historia, y donde
iremos a pasear como a cualquier yacimiento arqueológico o a cumplir con
el rito en una desangelada mañana de otoño.
elpaissemanal@elpais.es
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