Proverbio egipcio

“El reino de los cielos está dentro de ti; aquel que logre conocerse a sí mismo, lo encontrará” Proverbio egipcio

lunes, 16 de noviembre de 2015

Eric Schwitzgebel: La ética de la hamburguesa con queso

 CODIGO-DE-ETICA
Ninguna de las preguntas clásicas de la filosofía está más allá del nivel de comprensión de un niño de siete años. ¿Si existe Dios, por qué ocurren cosas malas? ¿Cómo sabes que sigue existiendo el mundo al otro lado de esa puerta cerrada? ¿Estamos hechos solo de una sustancia que se volverá barro cuando muramos? ¿Si pudieras matar y robar gente sin consecuencias, solo por diversión, lo harías? Estas preguntas son naturales. Son las respuestas las que son difíciles.
Hace ocho años, acababa de empezar una serie de estudios empíricos sobre el comportamiento moral de los expertos en ética. Mi hijo Davy, que entonces tenía siete años, estaba sentado en su asiento adaptado en la parte de atrás del coche. “¿Qué crees, Davy?”, le pregunté. “La gente que piensa mucho sobre lo que es justo y lo que está bien, ¿se portan mejor que otras personas? ¿Será más normal que sean justos? ¿Será más normal que sean buenos?”

Davy no respondió inmediatamente. Capté su mirada por el retrovisor.
“Los niños que siempre hablan de ser justos y compartir”, recuerdo que dijo, “la mayoría de las veces solo quieren que tú seas justo con ellos y compartas con ellos”.
Cuando conozco a un experto en ética por primera vez (por experto en ética me refiero a un profesor de filosofía especializado en enseñar e investigar sobre la ética) tengo costumbre de preguntarle si los expertos en ética se comportan de manera diferente a otro tipo de profesores. La mayoría dice que no.
E insisto: ¿Por qué no? ¿No debería el pensar habitualmente en ética tener algún tipo de influencia en el propio comportamiento? ¿No parece que debería ser así?
Para mi sorpresa, pocos profesionales parecen haber pensado mucho en dicha cuestión. Dan respuestas que me dejan pasmado o que son fácilmente rebatidas, y entonces tienen poco que añadir cuando se les pide aclaración. Dicen que la ética académica tiene que ver sobre todo con problemas abstractos y extraños casos a modo de rompecabezas, sin ninguna conexión con el día a día; una afirmación fácilmente demostrable como falsa con pocos ejemplos: Aristóteles sobre la virtud, Kant sobre la mentira, Singer sobre las donaciones solidarias. Dicen: “¿Es que esperas que los epistemólogos tengan una mejor comprensión de la realidad? ¿Esperas que los médicos sea menos probable que sean fumadores?” Respondo que las pruebas empíricas sugieren que los médicos son menos propensos a ser fumadores que quienes no lo son de similar entorno socioeconómico. Quizás los epistemólogos no tengan una mejor comprensión de la realidad, pero esperaría que los especialistas en feminismo exhibieran menor comportamiento sexista, y si no lo hicieran, sería un hallazgo interesante. Sugiero que las relaciones entre la especialización profesional y la vida personal deberían darse de forma diferente para casos diferentes.
Parece extraño que nuestra profesión tenga tan poco que decir sobre esta materia. Criticamos a Martin Heidegger por su nazismo, y nos preguntamos cuán profundamente estaba su nazismo conectado con sus otros puntos de vista filosóficos. Pero no sentimos la necesidad de volver el espejo hacia nosotros mismos.
Las mismas cuestiones surgen con el clero. En 2010, presenté algo de mi trabajo en el Instituto Confucio para Escocia. Posteriormente, se me acercaron no uno, sino dos obispos. Les pregunté si pensaban que los sacerdotes, por lo general, se comportaban mejor, igual o peor que los laicos.
“Más o menos igual”, dijo uno.
“¡Peor!”, dijo el otro.
Ningún religioso me ha expresado nunca la idea de que el clero se comporte en promedio moralmente mejor que los laicos, a pesar de toda la inmersión en enseñanza religiosa y conversación ética. Quizás en parte esto es una muestra de modestia por su profesión. Pero en la mayoría de sus voces, también oigo algo que suena como auténtica decepción, algún resto del joven adulto que se dirigió al seminario esperando que sería de otra forma.
En una serie de estudios empíricos (en su mayoría en colaboración con el filósofo Joshua Rust, de la Universidad de Stetson), he explorado empíricamente el comportamiento moral de los profesores de ética. Hasta donde sé, Josh y yo, somos los únicos en haberlo hecho de forma sistemática.
Aquí están las dimensiones que hemos estudiado: el voto en elecciones oficiales, llamar a la madre de uno, comer la carne de mamíferos, realizar donaciones para caridad, tirar cosas al suelo, charlar o hacer ruido durante presentaciones de filosofía, responder a correos electrónicos de estudiantes, ir a conferencias sin pagar la matrícula, donar sangre, robar libros de la biblioteca, evaluación moral general realizada por los compañeros de departamento basada en impresiones personales, honradez al responder a las preguntas del estudio y afiliación al partido nazi en la Alemania de los años 30 del siglo pasado.
Obviamente, algunas de las dimensiones anteriores son más significativas que otras. Van desde cuestiones comparativamente triviales (tirar cosas al suelo) a decisiones vitales sustanciales (afiliarse al partido nazi), y desde contribuciones a extraños (donar sangre) a interacciones personales (llamar a mamá). Algunas de las dimensiones dependen de la información del propio interesado (no les preguntamos a las madres de los profesores cuánto duraban las llamadas realmente).
La mayoría, sin embargo, eran directamente observacionales o implicaban testimonio de colegas o datos de archivo. En varios casos, tuvimos autoinformaciones y datos más objetivos. Por ejemplo, pudimos comparar la participación electoral reportada por los propios profesores con los registros estatales que mostraban si habían votado y con qué frecuencia. No encontramos pruebas de que la información aportada por los propios profesores sobre su comportamiento fuera más precisa o menos precisa que la de otros grupos que también hubieran informado de sí mismos.
Los profesionales de la ética no parecen comportarse mejor. En ninguna ocasión hemos encontrado que los profesores de ética en conjunto se comporten mejor que grupos de control de otros profesores, en ninguna de nuestras principales dimensiones estudiadas. Pero tampoco, en general, parecen comportarse peor (hay algunos resultados entremezclados para dimensiones secundarias). En su mayor parte, los profesores de ética no se comportan diferente de los profesores de otro tipo (expertos en lógica, químicos, historiadores, profesores de lenguas extranjeras).
Sin embargo, los profesores de ética sí que siguen normas morales más estrictas en algunas cuestiones, especialmente en vegetarianismo y donaciones para caridad. Nuestros resultados sobre vegetarianismo fueron particularmente llamativos. En un estudio sobre profesores de cinco estados de Estados Unidos, encontramos que el 60% de los profesores de ética que respondieron al estudio evaluaban “comer regularmente carne de mamíferos, tales como ternera o cerdo” en algún punto en el lado “moralmente malo” en una escala de nueve puntos que iba de “moralmente muy malo” a “moralmente muy bueno”. Por contraste, solo el 19% de los profesores que no eran filósofos la evaluaron tan mal. ¡Es una diferencia de opinión bastante grande! Los filósofos no especializados en ética estaban en un punto intermedio, en torno al 45%. Pero cuando se les preguntó más tarde en el estudio si habían comido carne de mamífero en su última comida, no encontramos diferencias estadísticamente significativas en las respuestas de los grupos; en torno al 38% de los profesores de todos los grupos respondieron haberlo hecho (incluyendo 37% de los profesores de ética).
Algo similar se dio para las donaciones de caridad. En el mismo estudio, preguntamos a los profesores qué porcentaje de ingresos, si debe haber alguno, el profesor medio debería donar para caridad, y más tarde preguntamos qué porcentaje de ingresos habían entregado personalmente en el año anterior. Los profesores de ética defendieron las normas más exigentes: su recomendación media fue el 7%, comparado con el 5% de los otros dos grupos. Sin embargo, los profesores de ética no reportaron haber dado un mayor porcentaje de sus ingresos para caridad que los que no eran filósofos (4% en ambos grupos). Ni el hecho de añadir un incentivo en forma de donativo a caridad a la mitad de los encuestados (una promesa de una donación de diez dólares a una organización benéfica a escoger de una lista) incrementó la probabilidad de que los profesores de ética completaran el estudio. Curiosamente, los filósofos que no eran profesores de ética, aunque habían informado de que eran los que menos entregan para caridad (3%), fueron el único grupo que respondió a nuestro estudio en mayor porcentaje cuando se les ofreció el incentivo de la donación para caridad.
¿Deberíamos esperar que los profesores de ética se comporten de forma especialmente moral como resultado de su entrenamiento (o al menos más en consonancia con las normas morales que ellos mismos defienden)?
Quizás podemos defender un “no”. Consideremos este experimento mental:
Una profesora de ética enseña el argumento de Peter Singer a favor del vegetarianismo a sus estudiantes de grado. Dice que encuentra ese argumento sólido y que desde su punto de vista es moralmente erróneo comer carne. La clase termina, y la profesora va a la cafetería a por una hamburguesa con queso. Un estudiante se aproxima a ella y expresa sorpresa por verla comiendo carne (si no te gusta el vegetarianismo como cuestión, otro ejemplo podría servir: fidelidad conyugal, donación de caridad, honradez fiscal, valentía en defensa de los débiles…).
“¿Por qué estás sorprendido?”, pregunta nuestra profesora de ética. “Sí, es moralmente erróneo que disfrute de esta deliciosa hamburguesa con queso. Sin embargo, no aspiro a ser una santa. Solo aspiro a ser más o menos tan buena moralmente como los demás alrededor de mí. Mira esta cafetería. Casi todo el mundo come carne. ¿Por qué debería sacrificar este placer, aunque esté mal, mientras los demás no lo hacen? Es más, sería injusto imponerme una mayor exigencia solo porque soy profesora de ética. Se me paga para enseñar, investigar y escribir, como a todos los profesores. Se me paga para aplicar mi talento como erudita para evaluar argumentos intelectuales sobre el bien y el mal, lo correcto y lo erróneo. ¡Si quieres que me convierta también en un modelo de comportamiento, deberías pagarme más!”
“Aún más”, continúa, “si exiges que los profesores de ética vivan de acuerdo con las normas que defienden, eso pondría una presión distorsionante de gran importancia en juego. Un profesor de ética que se sintiera obligado a vivir conforme a lo que enseña sería impulsado a evitar conclusiones que impliquen grandes sacrificios, tales como que los ricos deben entregar la mayor parte de su dinero a caridad o que deberíamos comer solamente un grupo reducido de alimentos. Desconectar las indagaciones académicas de los profesionales de la ética de sus elecciones personales les permite considerar los argumentos de forma más desapasionada. Si nadie espera de nosotros que actuemos conforme a nuestras opiniones académicas, es más probable que lleguemos a la verdad moral”.
“En ese caso”, responde el estudiante, “¿está bien moralmente que yo pida una hamburguesa con queso también?”.
“¡No! ¿No me estabas escuchando? Estaría mal. Está mal también para mí, como acabo de admitir. Recomiendo el aguacate y brotes. Espero que los argumentos de Singer y los míos ayuden a crear una cultura permanentemente libre de los daños a los animales y al entorno causados por comer carne”.
“Esto me recuerda a la actitud de Thomas Jefferson hacia la esclavitud”, imagino que respondería el estudiante. Quizás el estudiante es negro.
“Puede ser. Jefferson era un gran hombre. Tuvo el valor de reconocer que su propio estilo de vida era moralmente odioso. Reconoció su mediocridad y resistió la tentación de intentar justificarlo con argumentos lamentables. Anda, toma una patata frita.”
Podríamos llamar esta visión la ética de la hamburguesa con queso.
Cualquiera de nosotros podría fácilmente llegar a ser moralmente mucho mejor de lo que somos, si así lo eligiéramos. Para los de nosotros que somos acomodados según los estándares globales, la ruta es directa: gastar menos en lujos y dar los ahorros a una buena causa. Incluso si no eres acomodado según los estándares globales, salvo que estés en el precipicio de la ruina, podrías dar algo más de tu tiempo para ayudar a otros. No es difícil ver múltiples formas, cada día, en las que se podría ser más amable con aquellos que se beneficiarían especialmente de esta bondad.
Y aún así, la mayoría de nosotros elige la mediocridad moral en su lugar. No se trata de que lo intentemos y fracasemos, o de que tengamos buenas excusas. Nosotros (la mayoría) de hecho apuntamos a ser mediocres. La profesora de ética de la hamburguesa con queso es quizás solamente inusualmente honrada con ella misma sobre esto. Aspiramos a ser más o menos tan buenos moralmente como nuestros semejantes. Si otros engañan y les sale bien, queremos hacer lo mismo. No queremos sufrir por nuestra bondad mientras otros reúnen entre risas el beneficio de la maldad. Si la vida moralmente buena es incómoda y desagradable, si implica repetidos y dolorosos sacrificios que no son compensados de alguna forma, sacrificios que los otros no están haciendo también, entonces no los queremos.
Trabajos empíricos recientes en psicología moral, especialmente los realizados por Robert B. Cialdini, profesor emérito en la Universidad del Estado de Arizona, parecen confirmar esta tendencia general. Es más probable que la gente tienda a cumplir normas que ve a los demás cumpliendo, y menos probable que las cumpla que ve a los demás transgrediendo. Investigaciones empíricas sobre “autoindulgencia moral” también sugieren que las personas que actúan bien en una ocasión lo usan como excusa para actuar no tan bien en una ocasión posterior. Miramos a nuestro alrededor, y entonces nos dirigimos a lo más o menos bueno.
¿En ese caso, para qué sirve la reflexión moral? He aquí una idea. Quizás nos da el poder para calibrar con mayor precisión nuestro nivel elegido de mediocridad moral. Me siento en el sofá, descansando mientras mi mujer recoge los platos de la cena. Sé que sería moralmente mejor ayudar que continuar relajado. Pero, ¿cómo de malo, exactamente, sería que no ayudara? ¿Bastante malo? ¿Solo un poco malo? ¿No totalmente malo, pero también no tan bueno como me gustaría que fuera si no me sintiera tan flojo? Estas preguntas ocupan mi mente. La mayor parte de las veces, ya sabemos lo que está bien. No hace falta un esfuerzo o una habilidad especiales para imaginarlo. Mucho más interesante y práctica es la pregunta de a qué distancia del ideal nos sentimos cómodos.
Supongamos que es generalmente cierto que nos orientamos para el bien solo por estándares relativos, más que por absolutos. ¿Qué deberíamos esperar, entonces, como efecto de descubrir, digamos, que es moralmente malo comer carne, como parece que la mayoría de los expertos en ética de los Estados Unidos piensan? Si estás intentando ser solamente tan bueno como los demás, y no mejor, entonces puedes seguir disfrutando las hamburguesas con queso. Tu comportamiento podría no cambiar mucho en general. Lo que cambiaría es esto: tendrías una opinión peor del comportamiento de (casi) todo el mundo, el tuyo incluido.
Podrías esperar que otros cambiaran. Podrías abogar por un cambio general de la sociedad; pero no tienes deseos de ser el primero. Quizás como Jefferson.
Estaba disfrutando de una cena en un restaurante caro con un eminente experto en ética, al final de una conferencia sobre ética. Le expuse estas ideas.
“Un notable alto”, me dijo. “Ahí es donde yo apunto”.
Pensé, pero no le dije, que un notable alto sonaba bien. Quizás también es a lo que apunto yo. Un notable alto en la gran escala moral de los norteamericanos universitarios blancos de clase media. Dejemos que otros vayan a por el sobresaliente.
Entonces pensé que la mayoría de los que apuntábamos a un notable alto probablemente no lo alcanzaríamos. Ya sabes, dado que nos engañamos a nosotros mismos. Aquí estoy, lejos de mis hijos otra vez, en una conferencia bien financiada en un bonito hotel de 200 dólares por noche, principalmente, sospecho, para poder nutrir y disfrutar mi creciente prestigio como filósofo. ¿Qué clase de persona soy? ¿Qué clase de padre? ¿Notable alto?
(Oh, esto es perdonable, me oigo decir a mí mismo. Soy un modelo de éxito profesional para los niños, y de independencia. Y la moralidad no es tan exigente. Y mi trabajo filosófico es una contribución al bien social general. Y doy, hmm, bueno, algo para caridad, así que por ahí cumplo. Y estaría muy descorazonado si no pudiera hacer esta clase de cosas, lo que me haría peor padre y profesor de ética. Además, me lo debo a mí mismo. Y… ¡Vaya, qué limpiamente encaja lo que quiero hacer con lo que éticamente es mejor, una vez que lo pienso!)
La mayoría de los filósofos de la antigüedad y los grandes visionarios morales de las tradiciones de sabiduría religiosa, en oriente y occidente, encontrarían la ética de la hamburguesa con queso extraña. La mayoría asumían que el principal objetivo de estudiar ética era la mejora personal. La mayoría también aceptaban que los filósofos serían juzgados por sus acciones tanto como por sus palabras. Un gran filósofo era, o debía ser, un modelo de conducta: un ejemplo viviente de una vida bien vivida. Sócrates enseñó tanto bebiendo cicuta como con cualquiera de sus diálogos; Confucio, con su corrección personal, Siddhartha Gautama, con su renuncia a la riqueza; Jesús, lavando los pies de sus discípulos. Sócrates no dice: éticamente, lo correcto sería que yo bebiera esta cicuta, ¡pero huiré en vez de hacerlo! (Quizás podría haberlo dicho, pero entonces sería otro tipo de modelo de conducta).
Sería suspicaz con cualquier filósofo del siglo XXI que se ofreciera como modelo de vida sabia. Los filósofos ya no se supone que sean así; y aquellos que se consideran a sí mismo sabios en cualquier caso casi siempre están equivocados. Aún así, pienso que los filósofos de la antigüedad estaban en lo cierto en algo en los que los expertos en la ética de la hamburguesa con queso se equivocan.
Quizás en esto: dispongo de los mejores intentos de generaciones anteriores para expresar su comprensión ética del mundo. Incluso parezco tener cierta ventaja sobre los filósofos antiguos, en que hay ahora muchas más generaciones que han dejado textos escritos y varias culturas diferentes con larga tradición de filosofía escrita que puedo comparar. Y se me paga, de forma bastante razonable según estándares globales, para dedicar una gran porción de mi tiempo para pensar sobre este material. ¿Qué debemos hacer con esta asombrosa oportunidad? ¿Usarla (como dijo mi hijo de siete años) como una herramienta para convencer a los de más de que me traten bien? Bueno, supongo que sí, a veces. ¿Usarla para tratar de modificar el comportamiento de otras personas de forma que hagan el mundo un lugar mejor en general? ¿Simplemente disfrutar de su poder y belleza por sí mismos? Sí, eso también.
Pero también parece un desperdicio no tratar de usarla para hacerme un poco mejor éticamente de lo que lo soy actualmente. Parte de lo que encuentro enervante sobre la ética de la hamburguesa con queso es que parece muy cómoda con su mediocridad, muy poco interesada en desplegar sus herramientas filosóficas hacia la mejora personal. Presumiblemente, si uno se aproxima a ellas de la forma correcta, las grandes tradiciones de filosofía moral tienen el potencial para ayudarnos a llegar a ser mejores personas a nivel moral. Pero en la ética de la hamburguesa con queso, ese potencial se deja de lado.
Los expertos en ética de la hamburguesa se arriesgan al fracaso intelectual también. La interacción real con una doctrina filosófica probablemente requiera dar algunos pasos hacia su vivencia. La persona que da, o al menos trata de dar, pasos personales hacia la honradez escrupulosa kantiana, o hacia la imparcialidad moziana, o el desapego budista, o la compasión cristiana, ganan cierto entendimiento práctico de esas doctrinas que no se puede obtener fácilmente solo a través de la reflexión intelectual. Una comprensión total de la ética requiere algo de vivencia de la misma.
Aún más, las doctrinas abstractas carecen de contenido específico si no son concretadas con una serie de ejemplos concretos. Consideremos la doctrina “tratad como moralmente iguales a quienes son dignos de respeto”. ¿Qué cuenta como seguimiento de esta norma, y qué constituye una transgresión de la misma? Solo cuando entendemos cómo las normas se aplican en ejemplos concretos las comprendemos realmente. Vivir nuestras normas, o tratando de vivirlas, fuerza una confrontación absolutamente concreta con los ejemplos. ¿Requiere tu visión ética realmente que liberes los esclavos de los que tu estilo de vida depende de forma crucial? ¿Requiere deshacerse de tu salario y no volver a disfrutar nunca más de un postre caro? ¿Requiere beberse la cicuta si tus conciudadanos exigen injustamente que lo hagas?
Pocos expertos en ética son realmente partidarios de la ética de la hamburguesa con queso, creo, cuando se paran a considerarlo. Sí que queremos que nuestras reflexiones éticas nos mejoren moralmente un poco. Pero ahí está la cuestión: nos proponemos solamente llegar a ser un poco mejores. Nos relajamos un poco cuando nos fijamos en los demás a nuestro alrededor. Nos conformamos con tratar de alcanzar el notable alto en lugar del sobresaliente. Y al mismo tiempo, destacamos en la racionalización y la formulación de excusas, incluso más quizás cuantas más teorías éticas tenemos a mano. Así que acabamos, de media, más o menos donde empezamos, comportándonos más o menos igual que cualquier otro grupo social.
¿Deberíamos tratar de llegar al sobresaliente alto entonces? Siendo sincero conmigo mismo, no quiero el sacrificio que estoy bastante seguro que implicaría eso. ¿Debería al menos intentar quedar algo por encima del notable alto? ¿Debería intentar resueltamente ser mucho mejor que mis semejantes (sobresaliente o quizás sobresaliente bajo) incluso aunque no sea un santo? Me preocupa que necesitar verme como una persona inusualmente excelente a nivel moral probablemente incremente el autoengaño, la racionalización y la indulgencia en lugar de realmente mejorarme.
¿Debo redoblar mis esfuerzos para ser más amable y generoso, combinándolo con recordatorios de humildad sobre mis posibilidades de éxito? ¡Sí, lo haré hoy! Pero ya siento mi resentimiento subiendo, y aún no he hecho nada. Quizás podría escapar de ese resentimiento ajustando mi sentido de la mediocridad hacia arriba. Podría intentar recalibrarlo rodeándome con semejantes con las mismas ideas sobre la virtud. Pero evitar la compañía de aquellos que considero moralmente inferiores me parece más característico de un idiota moralizante que de una persona genuinamente buena, y la historia de los esfuerzos por implantar organizaciones unificadas éticamente es desalentadora.
No veo fácil el camino a seguir. Pero ahora me preocupa que esto, también, sea una forma de poner excusas. Nada nos garantiza el éxito, así que (¡fiuuu!) puedo quedarme cómodamente en el mismo punto mediocre al que estoy acostumbrado. Tal derrotismo también encaja estupendamente con una forma natural de leer los datos de John Rust y míos: dado que los expertos en ética no se comportan mejor ni peor que otros, la reflexión filosófica debe ser conductualmente inerte, llevándonos solo a donde ya íbamos, siendo su poder solo el de proporcionarnos diferentes palabras con las que decorar nuestras elecciones predeterminadas. Así que no es culpa mía si mi reflexión filosófica no me ha mejorado.
Rechazo esta conclusión. En lugar de eso, propongo esta idea menos cómoda: la reflexión filosófica sí tiene el poder de movernos, pero no es algo hecho. Nos lleva donde no pretendíamos o esperábamos, a veces de una manera, a menudo de otra, a veces amplificando nuestros fallos e ilusiones, a veces dándonos una comprensión real e inspirándonos a un cambio moral sustancial. Estas tendencias se entrecruzan y se cancelan mutuamente de formas complejas que son difíciles de detectar empíricamente. SI pudiéramos notar por adelantado hacia donde nos llevará nuestra reflexión y cómo, estaríamos implantando un conjunto de técnicas educativas más que retándonos filosóficamente a nosotros mismos.
El pensamiento filosófico genuino critica sus estructuras anteriores, incluso la suposición de que tenemos que ser moralmente buenos. Provoca daños tan a menudo como ayuda, es libre, salvaje e impredecible, siempre rompe los moldes. Te llevará a alguna parte, arriba, abajo, de lado, y no puede saber a dónde por anticipado. Pero eres responsable de intentar ir en la dirección correcta con él, y también de tu fracaso cuando no llegues allí.

Eric Schwitzgebel es profesor de filosofía en la Universidad de California. Bloguea en “The Splintered Mind” y su último libro es “Perplejidades de la Consciencia” (2011).
 
(Traducido desde http://aeon.co/magazine/philosophy/how-often-do-ethics-professors-call-their-mothers)

Fuente: https://masoneriahoy.wordpress.com/

No hay comentarios.:

Publicar un comentario