No estaría de más que, en estas fechas que unen la Constitución (España) con la
Concepción Inmaculada, los políticos abordaran la cuestión de la
aconfesionalidad del Estado.
En pleno siglo XXI “ya toca” distinguir entre el
mandato constitucional de cooperación con la Iglesia desde la independencia
aconfesional de las instituciones, y las muestras inaceptables de compromiso
confesional y litúrgico.
El 8 de diciembre la Iglesia católica celebra el
misterio de la Purísima Concepción de María, milagrosamente concebida sin
pecado por su madre, la estéril y anciana Santa Ana, según relata el
protoevangelio apócrifo de Santiago, texto no reconocido como sagrado por la
Iglesia. Este relato amplía y adorna el del escueto Evangelio de Lucas,
recogiendo la tradición de Ana y Joaquín, padres de María, en un bellísimo
relato de ingenua simbología, críptica y poética. No hay que confundir la
concepción de María por su anciana madre, Ana, con la también milagrosa
concepción de Jesús por su virgen madre, María, que concibió “sin conocer
varón”, tras la aparición de un ángel que le anunció que “el Espíritu Santo
vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”, según relata
el evangelio de Lucas. Desde que la Iglesia se oficializó con Constantino,
aquellos textos religiosos se convirtieron en documentos oficiales. Los
ingenuos y poéticos símbolos religiosos tradicionales marcharon, desde
entonces, inseparablemente unidos a los símbolos bélicos y regios, como doble
expresión del poder, garantizando la adhesión incuestionable y acrítica de los
fieles súbditos. La antiquísima tradición tardó muchos siglos en alcanzar la
categoría de dogma, es decir, en oficializarse canónicamente. Fue el 8 de
diciembre de 1854 cuando el Papa Pio IX promulgó la epístola Ineffabilis Deus,
en cuyo parágrafo 18 afirma que ha sido revelado por Dios, y es de obligatoria
convicción para los católicos, que María “fue preservada de toda mancha de
culpa original desde el primer instante de su concepción”. Sin embargo su
oficialización política y militar tuvo menos trabas, fue más temprana. El 8 de
diciembre de 1585 un destacamento de los tercios españoles que combatían en
Flandes se vio cercado y en riesgo inminente de ser irremisiblemente aniquilado
en un islote del río Mosa, cerca de Empel. Al cavar una trinchera descubrieron
una imagen de la Inmaculada. Esa noche un cambio meteorológico congeló el agua
del río y esto les permitió burlar el cerco marchando sobre el hielo, y
contraatacar por sorpresa acabando con sus enemigos. Para la fe acrítica e incuestionable
de aquellos soldados no fue un fenómeno meteorológico del diciembre nórdico,
fue un milagro. Por eso la Inmaculada fue declarada protectora y patrona del
batallón, y después, de otros muchos. Por ejemplo, uno de los seis batallones
de la milicia de gremios que defendió Barcelona en 1714 era el batallón de la
Inmaculada Concepción. Carlos III solicitó al Papa Clemente XIII que la
Inmaculada Concepción de María fuera proclamada Patrona de España, y así se
hizo en la bula Quantum Ornamenti, el 25 de diciembre de 1760. Y, completando
la militarización patriótica, una real orden de 1892, firmada por el general
Azcárraga, ministro de la Guerra del Gobierno conservador de Cánovas, declaraba
“Patrona del Arma de Infantería a Nuestra Señora la Purísima e Inmaculada
Concepción”, considerándolo conveniente para mantener vivo el sentimiento
religioso del Arma de Infantería. Estaba en vigor la Constitución de 1876 que
afirmaba que la religión católica, apostólica, romana, era la del Estado. No
estaría de más que, con ocasión de estas fechas que unen con un puente festivo
la Constitución con la Concepción Inmaculada, nuestros políticos en campaña
abordaran el sempiterno problema. En pleno siglo XXI “ya toca” distinguir entre
el mandato constitucional de cooperación con la iglesia desde la independencia
aconfesional de las instituciones, y las muestras inaceptables de compromiso
confesional y litúrgico, última secuela de aquella tradición ingenua
paleocristiana desvirtuada e hipertrofiada tras siglos de oficialización
canónica, militar y política.
José María Mena fue fiscal jefe del Tribunal
Superior de Justícia de Catalunya
Fuente: El País
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