
Procedente de una familia liberal
–Rafael y Egracia fueron sus padres–, Lisandro Alvarado es también hijo
espiritual de Egidio Montesinos, fundador del colegio La Concordia, en la
ciudad de El Tocuyo. De él recibió sus primeras clases de filosofía, y de sus
padres las primeras letras. Protagonista de una vida enigmática para los suyos,
andariega y disciplinada –se dedicó por años a realizar trabajos de campo en
las áreas de lingüística y etnología por grandes extensiones del territorio
nacional–, Alvarado dejó una de las obras humanísticas más sólidas de su época.
Quién
fue realmente Lisandro Alvarado, es la pregunta que ronda una biografía poblada
de fábulas y cuentos de camino. Y esto no ha de extrañarnos porque la vida del polígrafo
tocuyano y universal fue siempre un misterio, inclusive para su familia, la de
Ospino. Porque para sus padres y hermanos, gentiles de Nuestra Señora de la
Limpia y Pura Concepción de El Tocuyo, su quehacer fue casi un libro abierto. A
esta relataba con minuciosidad cada uno de sus pasos, a través de una
correspondencia cerrada, a prueba de guerras y enfermedades.
De La concordia y sus alrededores
En un
barrio pobre de El Tocuyo, San Juan, hijo de Rafael Alvarado y doña Engracia
Marchena, nació Lisandro el “raro” el 19 de septiembre de 1858. Descendiente de
una familia liberal, de un barrio liberal, inició sus estudios en La Concordia,
colegio que fundó don Egidio Montesinos en 1864, en “la ciudad de los lagos
verdes” –como se conocería luego en versos de Roberto Montesinos. Allí se hizo
inseparable de José Gil Fortul, quien lo acompañó intelectual y afectivamente
toda su vida, aunque alguna vez la prudente disidencia de Alvarado con respecto
al régimen del Benemérito produjera entre ellos una breve enemistad, como era
natural en una época en que las discusiones estaban impregnadas de vehemencia,
y este era el caso de estos dos intelectuales, cuyos aportes al conocimiento de
la nacionalidad son imprescindibles.
En La
Concordia, el andar pausado de Alvarado cobraba cuerpo y brillo en las tardes
solariegas de conversaciones con el maestro que se iniciaban al principio de la
tarde y culminaban a las 9 de la noche. Contaba el mocoso para entonces unos 14
años. “Su andar era lento –dice Guillermo Morón, autor imprescindible para
conocer al imprescindible- pero con presteza en el espíritu”, y eso lo
comprendió muy bien don Egidio, quien bien pronto satisfizo las necesidades
intelectuales del zagaletón, comenzando por la filosofía, que era materia de
máximo interés para el maestro. Con él también compartió Alvarado valores como
la austeridad, el ascetismo, aunque el joven muy pronto comenzó una vida
trashumante –en eso se diferenció de Montesinos, que gustaba del encierro–, la
misma que le hizo centro de múltiples historias entre las cuales relucen unos
rasgos de humildad extrema y manía perfeccionista. Humildad que, al decir de
Miguel Acosta Saignes, en nada tiene que ver con alguna impostación, o desdeño
por el conocimiento.
De la
misma época de César Salas, gozaba Alvarado el andar de pueblo en pueblo, de
monte en monte, haciendo estudios antropológicos, sociológicos, filológicos y
botánicos: ciencias positivas, en fin. Y en ese andar, desbordante de respeto
por la gente, no era Alvarado un saquedor cultural. Era un hombre interesado,
preocupado por estudiar el país integralmente, y ese estudio comprendía, desde
las lenguas indígenas hasta las clasificaciones de las plantas. Por ello no era
raro verle bailando joropo con una campesina y bebiendo aguardiente con los
vaqueros. Humildad no es vulgaridad “aclara G. Morán en el prólogo del Tomo VII
de las Obras completas de Alvarado” ni imperioso atavismo de regresar a la
ignorancia: “El ejercicio de la humildad consiste en reconocer las incapacidades
propias sin vanagloriarse de ellas; en reconocer el propio valor sin exhibirlo.
¿Acercarse al pueblo? ¿Pero es que no se vive dentro de él?”.
Alvarado
no fue en absoluto un hombre simple. Su complejidad lo llevó a traducir obras
desde el italiano, el alemán, el francés, el latín y el inglés. Y entre sus
traducciones más importantes pueden citarse el Viaje a las regiones
equinocciales del Nuevo Continente de Alejandro de Humboldt y Aimee Bonplad, y
“De rerum natura” (“De la naturaleza de las cosas”), poema filosófico de Tito
Lucrecio Caro.
“No,
pues, la humildad, sino el método científico mostraba don Lisandro; no falso
sometimiento sino conocimiento de la necesidad de aplicarse directamente a toda
labor de investigación en el campo de la ciencia”, asegura Acosta Saignes en un
artículo de El Nacional, fechado el 10 de marzo de 1955.
Pero
es más que eso. Su humildad es egoísmo al mismo tiempo que expansión. Es
ensimismamiento al mismo tiempo que entrega. Es heroísmo, y como todo heroísmo,
es egolatría.
Pronto
partió Alvarado a Trujillo, donde presentaría sus exámenes para obtener el
título de bachiller –La Concordia no estaba autorizado, y el Colegio Nacional
había sido cerrado a raíz de la Guerra Federal. El jurado todo se postró ante
la sabiduría desplegada por el joven quien, imposibilitado económicamente para
emprender estudios universitarios, trabajó en una farmacia de Barquisimeto,
donde aprovechó la experiencia para ampliar su formación. Más tarde, en 1878,
con Guzmán Blanco en el poder y un país amenazado de guerra, inició sus
estudios de medicina junto a Luis Razetti, José Gregorio Hernández, Manuel
Revenga, César Zumeta, y Luis López Méndez.
Estudiaba
medicina cuando, en casa de Cecilio Acosta, conoció a José Martí, quien,
desterrado de su patria buscaba en otras latitudes utopías que añadir a la
suya. Así iba haciendo su vida Alvarado, pobre en dinero, rico en saberes y en
aprecio: Montesinos, Acosta y Martí, son algunos de ellos, sus maestros.
Cuando
terminó sus estudios de Medicina se trasladó a Ospino, para ejercer la
medicina. Allí conoció a la que fue su esposa, Amalia Acosta Zúñiga, con quien
tuvo a José, Aníbal, y Rafael, Lisandros los tres, a Lisandro y a Rosario. En
el llano comenzó su trashumancia, sus largas ausencias del hogar, que
justificadas por toda una obra antropológica, etnológica, lingüística y
filosófica. ¿Dónde estaba el doctor? El doctor andaba recorriendo montes y
remontando ríos, tomando notas de las palabras y sus significados, descubriendo
petroglifos y clasificando maticas. De vez en cuando bañaba caballos de
hacendados ricos, ignorantes de que el hombre era un sabio ataviado con ropajes
humildes.
Solo y disoluto Alvarado
Su
excentricidad estaba siempre asociada a su condición de solitario. La familia
le importaba poco. Conocía muy poco a sus hijos, pero si algo se sabe es que, a
pesar de sus ausencias –o tal vez gracias a ellas– Amelia lo amaba como si
hubiese bajado del Olimpo, aunque él, apuesto no era. Era más bien pequeño y
delgado, exhibía una nariz grande, frente amplia y portaba espejuelos
apuntalados con la nariz. Gracias a sus ausencias, Alvarado hizo el diccionario
de venezolanismos más completo que se había hecho antes del iniciado por
Rosemblat, publicado, bajo el título Glosarios del bajo español en Venezuela,
después de su muerte y recopilados en dos tomos, en 1954, por el Ministerio de
Educación, como parte de sus Obras Completas. El Glosario de voces indígenas de
Venezuela fue otro producto de sus trabajos de campo, realizados en el interior
del país. En efecto, era un disoluto. Alguna vez escribió a su esposa desde un
pueblo en el llano: “si vienen algún día, me marcharé. No me busquen”.
Desde
el punto de vista político, Alvarado era liberal, como es de suponer, y aunque
siempre quería ser ecléctico, de alguna manera en sus opiniones se colaban sus
prejuicios sociales y políticos. Pero su vida política fue más bien una vida
interior, a diferencia de su amigo y protector José Gil Fortoul, que puso todo
su intelecto al servicio de la dictadura de Gómez, lo mismo que Vallenilla
Lanz.
Como
asumía una humildad propiamente dicha, no asumió nunca sus artículos de crítica
literaria sin un seudónimo: Simplicissimus. Prefería no polemizar, actitud que
algunos acusan como una falta de compromiso, y otros como elemental prudencia.
Él, en cambio, aseguraba que sus críticas pretendían no destruir sino
construir. Firmaba con este seudónimo una columna titulada Los libros, en una
revista gomecista, Cultura Venezolana, en la que se dice, “escribía entre
líneas”.
Alvarado
y sus misterios
Poco
se sabe de su militancia masónica, como poco se sabe de la masonería: Alvarado
pasó de una furibunda fe católica, condenatoria de por medio para Voltaire, a
los secretos que unieron a napoléonicos y bolivarianos. Escribió una vez que los
Prometeo y Voltaire, –según cita de Guillermo Morón en Lisandro Alvarado, Ensayo
y elogio– vivirían a la hora de la muerte un vértigo de remordimiento “cuando
lo desconocido revolotee sobre sus frentes y se acordarán de pronunciar el
Santo Nombre de Jesucristo”.
Tampoco
sabemos si Alvarado se arrepintió como debió hacerlo Voltaire. El final de su
vida fue, a decir verdad, un poco triste. Tenía para ese entonces un trabajo
burocrático como director de Política Comercial de la Cancillería, obligado más
bien por sus precariedades económicas. Aunque se dice en las esferas cercanas a
su entorno familiar, que Alvarado no era un tipo dado a las diversiones, Morón
asegura que, mientras su mujer vivía en Valencia, en Caracas solía “entregarse
a los divertimentos, como la correría amorosa, con la misma pasión que sus
estudios científicos. Su agotamiento físico se debió tanto al trabajo como al
vicio...”.
Un día
de 4 de la tarde, luego de una mañana de trabajo, lo encontraron tendido en su
cama, inconsciente. En su mesa de noche había dos copas de vino. Un ataque de
hemiplegia lo dejó inhabilitado para continuar con una vida normal, que bien
compensó traduciendo una de las más importantes obras científicas de Venezuela:
Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, de Humboldt y
Bonpland, tarea que le permitió, a decir verdad, continuar esa vida de viajero
rústico que tanto le interesó.
Verdades y mentiras
Estas
son apenas dos de las muchas historias que, sobre la vida de Alvarado, circulan
en el Tocuyo, ese pueblo de cuyo esplendor – segado por el terremoto –
sobrevive una central azucarera, extensísimas siembras de caña dulce, un aroma
de papelón, un soplo de arpa, cuatro y tamunangue, y amables leyendas respecto
a sus honorables: Egidio Montesinos, Lisandro Alvarado, José Gil Fortoul,
Roberto Montesinos... militantes de un humanismo científico que escribió gran
parte de la historia nacional:
*
Dícese que un día vino el hijo menor de Lisandro Alvarado a conocer a su padre,
y a solicitarle una recomendación para trabajar. Alvarado, muy gentilmente, le
dijo: “Es usted igualito a mí, eso es verdad, pero recomendarlo no puedo porque
yo a usted no lo conozco”.
*
Cuenta Vinicio Romero Martínez, en el Correo del Orinoco: En cierta ocasión, se
esperaba una visita de Lisandro Alvarado en Zaraza. Los notables del lugar
organizaron un gran recibimiento, y le reservaron una habitación en la única
posada del vecindario, cuya propietaria era nueva en el lugar. Muy de mañana,
apresurando su llegada, se presentó Alvarado en el pueblo con un día de
anticipación: en la posada pidió albergue, pero la dueña, confundida, le dijo
que la única habitación disponible estaba reservada para un hombre muy
importante que debería llegar al día siguiente. Al fin de cuentas la mujer decidió
albergarlo en el caney, junto a los animales domésticos, pero a cambio le pidió
que hiciera unas ciertas gestiones para recibir a un honorable, a cambio de su
almuerzo. Obedeció el peregrino y partió en cumplimiento del encargo; pero, en
el ínterin, los señores llegaron a la posada para ver cómo iban las cosas, y en
ese momento apareció el mandadero improvisado. En medio de las excusas y
nerviosismos de la mujer, el hombrecillo respondió sin el menor enojo: “Está
bien señora, pero me debe mi almuercito”.
...Y él hizo camino al andar
Por
Jesús Sanoja Hernández
Si no
hay camino ya trazado para el caminante y si ese camino se hace al andar, como
escribió Antonio Machado, este Lisandro Alvarado inventó su camino
tempranamente. Fue, por definición, un andariego, sabio trashumante, dronómano
enriquecido por los conocimientos que obtenía en las vastas soledades de la
patria. Quiso el destino que naciera en vísperas del estallido de la Guerra
Federal, de la que levantaría recuento interesantísimo, y cuyos estremecimientos
debieron quedar fijos en la infancia, tentándolo a transformarlos en material
de documentación e interpretación.
Su
largo peregrinaje por pueblos y haciendas lo nutrieron para elaborar en la
madurez su Glosario de voces indígenas de Venezuela (1921) y Glosarios del bajo
español en Venezuela (1929), su libro postrero. Pero más allá de esa producción
bibliográfica, la investigación entre gente del pueblo le sirvió para captar
fenómenos subterráneos que escapaban a la logicidad de la historia académica.
Con
razón Picón Salas, al diferenciar su temperamento y estilo de los de su gran
amigo Gil Fortoul, asentó: “Podría decirse de Gil Fortoul, que interpretaba la
Historia venezolana con más lógica, coherencia e ironía que la que tuvo en la
realidad. A algunos casi volterianos retratos de Gil Fortoul le faltaban las
sombras y el elemento prelógico e irracional que a veces fascinaba a Alvarado.
Ciertas sorpresas del alma mestiza, esa gana telúrica que definió tan bien
Keyserling, en sus Meditaciones sudamericanas, se presentían en las charlas de
Alvarado. En esos coloquios casi entrecortados, de refunfuños, alusiones y
silencios (tan diferente a la perfecta conversación de hombre de club de Gil
Fortoul), se perfilaban en toda su desnudez y horror algunos trágicos momentos
de la vida venezolana”.
Uno de
los más destacados estudiosos de Alvarado asegura que cuando él enfoca el
período dramático de la “guerra larga”, “realiza un intento de exploración y
sistematización de los modos de ser del venezolano histórico de su tiempo” y
que “el lenguaje descarnado que utiliza, la metodología descriptiva, la
exposición de los planos coronológicos y el trazado de las imágenes de los
personajes, señala esa preocupación de historiador y naturalista”.
En
cuanto a su volumen Datos etnográficos de Venezuela, Acosta Saignes advierte
que allí se encuentran las fuentes históricas y el conocedor de todos los
materiales publicados hasta los días en que escribía "hasta los cronistas
coloniales", así como por quienes a fines del siglo XIX y principios del
actual realizaron investigaciones referentes a los indígenas venezolanos.
Pero
indudablemente, lo más destacado de la obra de Alvarado lo constituye su
trabajo sobre el habla venezolana, tanto en sus elementos del “bajo español”
como en el de las voces indígenas. En el estudio preliminar del Diccionario de
venezolanismos, María Josefina Tejera sostiene que una de las fuentes
principales para su elaboración fueron los Glosarios, aunque “resultan hoy
anticuadas (las dos obras), no solo porque se publicaron hace más de cincuenta
años, sino por algunos de los criterios en que se fundamentan”. En realidad, la
distancia cronológica de esos trabajos es ya de 69 y 77 años.
No
podía Alvarado estar al día en materia filológica y lingüística, como pudieran
estarlo quienes en nuestras universidades adelantaron estudios especializados
(y muchísimas veces en las del exterior) y eso explica que algunas de las
observaciones de Ángel Rosenblat tenga validez. Señalaba el desaparecido
fundador del Instituto de Filología que pese a ser Alvarado la antítesis de
Julio Calcaño, contra el cual había reaccionado a veces, “fue en más de una
ocasión víctima del purismo: por ejemplo, en el feo e inadecuado título de una
de sus obras fundamentales: Glosarios del bajo español en Venezuela” están
incluidas las expresiones más nobles y dignas del habla familiar y culta de
Venezuela: papelón, panela, íngrimo, cerrero, cundiamor, trinitaria, frailejón,
etc.
En
síntesis, no se trataba, como creía Rosemblat, de la jerga de los delincuentes.
*Publicado
el 13 de diciembre de 1998
Fuente: http://www.el-nacional.com/papel_literario/disoluto-Lisandro-Alvarado-Obras-completas_0_712728988.html
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